De la tierra a la luna pálida
La noche del domingo 20 de julio, hace 51 años, 530 millones mirones presenciamos por televisión en blanco y negro el alunizaje del hombre mono. El visionario Julio Verne lo dijo primero. Habría estado en primera fila.
Nadie reparó en la deferencia gringa de alunizar a dos cosmonautas el día que celebrábamos 159 años de independencia del yugo chapetón. Por esta vez nos olvidamos del episodio del florero y de los madrazos de González Llorente a los criollos.
Aquel 20 de julio, como de costumbre, la Luna estaba ahí como un punto sobre las íes del infinito.
Vimos el alunizaje en casa de unas amigas con señoritero ron a bordo. Casi nos deja el bus (arrierita envigadeña) de regreso a casa.
Aquella noche, el mono Neil Armstrong puso sus pies en la luna, un sitio hasta entonces reservado a astrónomos, astrólogos, novelistas, poetas, enamorados y uno que otro perro despistado, como el del poeta Silva: “Y se oían los ladridos de los perros a la Luna… a la luna pálida”.
La perrita Laika, coqueta y soviética ella, le había ladrado de cerca a la luna pálida, orbitando a su alrededor el 3 noviembre de 1957. Laika, quien bailaba muy bien el can-can cuando se iba de rumba al Molin Rouge, abrió el camino convertida en Cristóbal Colón del espacio.
Un bípedo, también soviético, Yuri Gagarin, a bordo del Sputnik II, en abril 12-61, había seguido los pasos de Laika lo que puso a sacar pecho a su jefe Nikita Kruschev.
John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, trataba de sacarse el clavo de la frustrada invasión a Bahía Cochinos, en Cuba, y buscaba un pretexto para sumar puntos ante su gente golpeada en el mástil de su vanidad por no haber defenestrado a Fidel y a sus barbuchas olorosos y no precisamente al Chanel de sus guerrilleras.
Sin saber cómo ni cuando, la luna, esa tierra virgen “donde la mano del hombre jamás había puesto el pie”, se había convertido en objetivo político.
Los Beatles se extrovertían con Yesterday y yerbas afines. Más de un desertor temporal del bolero se asilaba en Satisfaction, de los Rolling Stones, para regresar muchos años después al establecimiento con corbata y todo. El presidente Lleras Restrepo nos mandaría a dormir temprano.
Mientras dos gringos, Armstrong y «Buzz» Aldrin y Mike Collins, volvían realidad el sueño de Verne cien años atrás, otros tratábamos de buscar un espacio bajo el sol.
Como no fue posible cargarle la maleta a Armstrong en ninguno de sus viajes, conocí en un festival de poesía de Medellín al cosmonauta ruso que permaneció seis meses en el espacio. Del ahogado el sombrero.
De niño, ese cosmonauta, Alexander Ivanovich Lazutkin, le preguntó a su mami: ¿Qué hay al final del universo? Como no lo sabía, mamá le alimentó sus fantasías para que él mismo encontrara las respuestas.
En su infancia, Alexander pintaba naves y quería viajar al espacio. Se hizo ingeniero mecánico.
En sus charlas en el Planetario de Medellín confesó una alegría y una frustración: vio la tierra desde más cerca del sol pero encontró que la tierra era redonda. Ya lo sabía.