20 de abril de 2025

Viernes cultural ​Rodrigo Acevedo González

24 de julio de 2020
24 de julio de 2020
Estuvimos en búsqueda de una fotografía de Rodrigo Acevedo González, un poeta manizaleño que falleció el 7 de diciembre de 1996, a los cuarenta y un años de edad, y no fue posible encontrarla. Quizás esto obedece como a un signo que fue constante en la vida del poeta, que quiso rodearla de misterio, de alejamientos, de renuncia orgullosa a la figuración, de cierto pudor ante la vida y la expresión poética, que lo convirtieron en un ser inescrutable. El escritor Eduardo García Aguilar, uno de sus pocos amigos, lo califica como el Rimbaud manizaleño. Rimbaud, el niño poeta que deslumbró en los cenáculos franceses con su inspiración y sus desplantes y que decidió hacer mutis por el foro a temprana edad, para terminar su vida a los treinta y nueve años víctima de una gangrena en una de sus extremidades inferiores que tuvo que ser amputada. A falta de una fotografía de Acevedo, recogemos su retrato escrito, elaborado por García Aguilar: » Rodrigo era blanco, de mediana estatura, tal vez de ojos claros, el pelo ensortijado rubio al estilo de Rimbaud y un dandi a los diez y siete años». Roberto Vélez Correa, literato, también desaparecido a edad temprana, se refirió a Acevedo en los siguientes términos: «Rodrigo fue una extraña mixtura de artista decadente, joven airado, romántico cursi, lector empedernido, poeta maldito, alcohólico irredimible, y un solitario…». De su libro «Poemas del tiempo recobrado», seleccionamos el siguiente.

LA CIUDAD

La ciudad
es una estación sombría,
con calles por donde va una turba
de señoras vigilantes,
ladronzuelos y travestis.
Quizás al paso
del verano retocado de lluvias
quede algo de ese falso esplendor
en que he crecido:
sus jardines marchitos,
sus torres encantadas,
sus tradiciones nauseabundas
que hacen tan pesado el aire
de cada día.
La ciudad
a veces parece un gran burdel
de maniquíes arreglados sin gusto, 
y que alguna vez dieron la vida
a cambio del respeto.
La ciudad,
bajo la inicua sotana de su media noche,
trata de respirar
como quien necesita los primeros auxilios
de una dama voluntaria
con cara de loba maquillada.
Recorrer la calle hasta el final
con el mismo desencanto
de quien ha olvidado la dirección correcta
y la sonrisa, entre esa lluvia
vaporosa del trópico,
es como volver sobre los pasos perdidos
de aquel lejano estudiante
ebrio de soledad, de poesía
escrita en servilletas, del amor
por una joven prostituta,
y de una música infinita.