28 de marzo de 2024

Mentiras

25 de junio de 2020
Por Juan Alvaro Montoya
Por Juan Alvaro Montoya
25 de junio de 2020

Hace siglos de siglos la mentira se enseñoreó del género humano. Parece connatural al hombre. Su génesis nos remonta hasta Adán y Evaquesin pudor, intentaron engañar a Dios para ocultar su culpa por comer del fruto prohibido. Desde entonces ha deambulado sin pausa por nuestros corazones para servir a innobles propósitos: oculta lo innombrable, engrandece una vida miserable que se avergüenza de sí misma ocubre las faltas que estigmatizan.

El engaño es compulsivo. Uno no basta, muchos son necesarios. Cada falacia pronunciada requiere de otra que soporte su credibilidad. De esta manera se construyen castillos de naipes con excusas banales, con pretextos inocuos o con inventos novelescos que viven amenazados ante el temor profundo de conocerse la verdad que esconden. Quien habita en la falsedad hace de su existencia un pozo de podredumbre, que se descompone a cada instante hasta que colapsa sobre si mismo ante la imposibilidad de conservarlo.

Las falacias son adictivas. Se convierten en una droga que embriaga la mente por igual a quien las dice y quien las escucha. Éstas muestran un falso camino al éxito que termina en un abismo insondable. Es una montaña que al final en lugar de llanura, se hunde en un precipicio barroso, del cual es imposible salir invicto. Son un dulce veneno del cual se bebe continuamente y que nunca sacia.

Muchas son las características del mentiroso. Manipula, controla y domina a su interlocutor. No lo ve como un amigo, sino como un adversario a quien debe subyugar sin misericordia mostrándose seguro en sus afirmaciones. Se gradúa como actor y adopta posturas adaptadas a cada circunstancia, marcando en su rosto un rictus dispar para cada ocasión. Cuando identifica su víctima es expresivo, afable, cariñosoy abierto. Prepara su físico con anticipación para generar confianza. Sabe que de ella depende su éxito y como buen histrión maquilla su realidad para tender la red que atrapará sus presas. Normalmente el embustero es inteligente. Hace alarde su memoria, piensa rápido y habla sin parar de su vasta experiencia, de la cual se ufana y antepone a cada afirmación que realiza. Para apoyar su ardid estudia sin descanso, se prepara y lee para perfeccionar su embuste. Ante la duda entrega respuestas imposibles de verificar, con datos inexactos que no pueden ser constatados. Se camufla emocionalmente y de ser necesario rompe en llanto para secar su rostro en un gesto de dolor – ficticio desde luego –que busca estremecer a su contraparte. No escatima elogios ni es avaro con las promesas. Sabe que lo suyo es vender fantasías y las expone con vehemencia. Crea quimeras y las muestra posibles, cercanas y fáciles. Para este timador todo es posible, menosprecia la ley, vive del delito y ama la estafa.

Quien se ha envuelto en esta telaraña, deja la cautela y el sentido común en un extremo y sucumbe. Crédulo, deposita su seguridad en aquellas locuras para después, en un parpadeo, despertar en una realidad dolorosa que le muestra que todo ha sido un planeado engaño del cual ya no es posible huir. Allí se han perdido sus ahorros, sus sueños, su paz y sus ilusiones. El estrépito de su caída solo es comparable con la rabia que incendia su corazón y el desasosiego por haber creído como un niño. Pero la congoja pasa, el dinero se recupera y los pecados de perdonan. Entonces se levanta el ánimo, se recobra la fe en el género humano, y se confía de nuevo. Se vuelve a ser presa fácil.

Abrumados ante esta descripción pensamos: “Gracias Señor yo soy diferente. Me has hecho inmaculado, puro. No comulgo con la mendacidad ni engaño a mis semejantes”. Después nos miramos al espejo y vemos la realidad. No somos distintos. Todos en alguna oportunidad hemos hecho de la mentira nuestro mantra y cambiamos nuestra oración: ¡Oh Dios, ayúdame a no caer de nuevo!

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