25 de abril de 2025

Caminar sin prisa

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
19 de junio de 2020
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
19 de junio de 2020

Era día de fiesta, faltaba un poco para las seis de la mañana, en ningún lugar se trabajaba ese día, todo estaba cerrado. Dos barrenderas arrastraban con sus cepillos hojas muertas mientras conversaban animadamente y unos pocos transeúntes caminaban solitarios. Algunas parejas hacían ejercicio, eran de aquellas que caminan en silencio, en medio de una tensión espesa y doméstica, la misma que reflejan sus ropas llevadas con el desaliño de quienes creen que todavía están dentro de sus casas y caminan soñolientos, inconscientes de que ahora están en la calle.

Ya he dicho que era muy temprano, y el hombre iba vestido como si fuera al trabajo, aunque eso no era posible dado que nada estaría abierto en las próximas horas, menos durante estos tiempos en los que las autoridades, atemorizadas, han puesto en suspenso la ciudad, convencidas de que es posible mantener a salvo al ser humano. Iba con el tapabocas en el cuello: uno de tela, hechizo, mugriento, tan raído como el cuello de su camisa. Estaba parado en una vitrina llena de letreros y cartas dirigidas a los usuarios del sitio; las leía una a una con el cuidado del lector emocionado de una historia de suspenso, aunque eran cartas insípidas, burocráticas, meros mensajes informativos. Daba pasos pequeños para seguir con la próxima hasta que las agotó todas, luego reanudó su marcha lenta. Caminó unos metros y se detuvo frente a un grupo de palomas que peleaban por un trozo de comida. Las miraba absorto, ellas no lo notaban.

En francés existe una palabra bella para describir al paseante que va por las calles sin objetivo, sin rumbo definido: flâneur.  No se trata del simple caminante, sino de alguien que explora las calles de la ciudad como si estuviera asistiendo a una obra de teatro. Walter Benjamin dijo que se trata de un espectador urbano, un detective aficionado, un investigador de la ciudad.

El hombre, a quien nunca había visto, tenía las trazas de un flâneur tempranero, muy a pesar de su ropa de trabajo, o más bien justo por ella, pues aunque desentonaba con el día festivo y con la actividad de caminante citadino, demostraba que su paseo era cualquier cosa menos uno interesado; no podía estar yendo a trabajar y mucho menos haciendo ejercicio, y a esa hora solo el deseo de vagar podía haberlo movido.

Mientras miraba las palomas compró un café a un vendedor ambulante. Se lo tomó viendo a los pájaros que se arrebataban furiosos el único trozo de pan que habían encontrado. Seguí mi camino, me había propuesto recorrer cuatro kilómetros en determinado tiempo y ya estaba retrasado por cuenta de los minutos que había gastado mirando al paseante desinteresado.

Creo que unos sublimes versos de William Carlos Williams formulan cierta inquietud espiritual idéntica a la que puede tener el hombre elemental que sale a caminar en las mañanas y de improviso comprende algo que ningún filosofo ha sido capaz de vislumbrar: “Depende tanto/ de/ una carretilla/ roja/ lustrosa de agua/ lluvia/ junto a los pollos/ blancos”, dijo Williams. Presiento que el hombre aquel comprendió algo mientras miraba a las palomas. Algo que no habrá dicho a nadie. Y seguro que es mejor así.

El vagabundo solitario, y sin propósito, es hoy uno de los mayores símbolos de libertad, tal vez de los pocos que sobreviven; más si lleva un cigarrillo entre los dedos, lo que ya es un gesto de subversión más grande, incluso, que ponerse una máscara que cubra la cara. Caminar sin prisa, sin utilidad, solo por el placer de hacerlo, con la disponibilidad absoluta de atención como decía Baudelaire, es un acto que hoy en día solo se permiten los seres libres y vagabundos. Un acto que, para colmo, hace uso del denigrado espacio público, y en el que se consume tiempo ocioso. No en vano cada vez que se descubre un flâneur lo delata la morosidad de su paso, pero sobre todo la levedad de su mirada: el gesto de quien es capaz de presentir la poesía, como aquel hombre que caminaba con ropa de trabajo en día festivo, e iba tras las huellas felices de la vida, captando escenas conmovedoras, o rememorando algo sublime; al fin y al cabo, caminar es salir al encuentro de los dioses que uno lleva en sí, como lo sugiere Le Breton.

Manizales, 19 de junio de 2020