Soledades
Ángela sabía que el padre de su amiga Laura estaba enfermo, no de gravedad, pero si con muchas dolencias que le trataban en su servicio médico de pensionado del Estado. Ellas dos han sido amigas desde siempre, desde cuando estaban en el colegio siendo niñas y compartían muchas cosas en común, comenzando por ser hijas de dos compañeros de trabajo que se entendían muy bien entre sí y aunque no departían entre las dos familias con frecuencia, cuando lo hacían sentían que se tenían cada vez más un gran aprecio. De los seis hijos de las dos parejas, ellas dos eran quienes más se acercaban y han conservado esa cercanía por siempre.
La intempestiva orden legal nacional que a comienzos del mes de marzo se emitiera con el fin de evitar un contagio mayor del Covid 19, hizo que la gente se aislara hasta sin despedirse. Ángela y Laura no fueron la excepción. En los últimos tiempos, cuando sus respectivos padres dejaron el servicio activo, con una muy breve diferencia temporal, y se fue cada uno de ellos a descansar de muchos años de trajinar las calles en cumplimiento de sus deberes funcionales, ellas dejaron de tener una comunicación tan constante, porque el progenitor de Laura decidió irse a vivir a otra ciudad, de menor costo, donde su pago de retiro le permitiese llevar una vida un tanto más cómoda y sobre todo donde no tuviera el afán de tomar transportes para ir a cualquier lado. Los padres de ambas ya se habían quedado solos, cuando sus hijos decidieron organizar sus existencias y hacer cada uno la vida de manera independiente.
Ambas se aislaron y en medio de la angustia de hacerlo todo desde la casa, trabajo, estudio, cuidado de los hijos, cuidado de la casa, cada una se concentró en lo suyo. Inicialmente las personas consideraron que con el trabajo desde casa, las cosas serían más fáciles y quedaría mucho tiempo para si mismo. Un error que todos ahora saben que cometieron. El trabajo desde el mismo lugar de vivienda no es más sencillo, lo cierto es que se multiplica, porque no se cuenta con el apoyo de la labor de los compañeros de trabajo, no se cuenta con las herramientas propias de cada labor, no se tienen los medios de que se dispone en las sedes laborales y el horario termina siendo completamente abierto, pues no es extraño que el patrono pida que se realicen tales o cuales tareas, cuando ya la noche está avanzada. El patrono siempre va a considerar que ese trabajador en casa gana mucho para hacer tan poco. El poco es que lo hace todo con sus propios recursos y las cosas siguen funcionando, de otra manera, pero funcionando. Y no hay tiempo para disposición personal. Se trabaja en casi todas las horas del día.
En ese esfuerzo, que ha significado, además, un gran aprendizaje, casi forzado, para todos, Ángela y Laura no volvieron a saber nada la una de la otra. No era la primera vez. Desde que viven en lugares diferentes ha sucedido muchas veces. Pero cuando se vuelven a comunicar o a ver, se dan cuenta que siguen siendo las mismas amigas de siempre y que están la una para la otra.
A mediados de mayo, ÁAngela oyó el timbre de su celular, vió quien le llamaba y se alegró mucho de saber que era Laura. Contestó entusiasmada, era un domingo, estaba muy ocupada, pero en sus cosas, en su tiempo, el mismo de que dispone cuando acude a jornadas laborales presenciales. Al otro lado había alguien, pero nadie hablaba. Insistió:
- Estás ahí, Laura?
- Siiii….
- Que te pasa? Habla, me sorprendes. Dime que te pasa?
- Es que….
- Me angustias, Laura, que es lo que te ocurre? Por favor, habla.
- No sé que hacer….
- No sabes que hacer en qué?
- Es que mi papá…..
- Que le pasó a tu papá?
- Se, se , se …..
- Se qué?
- Murió…..
- Le dió Covid?
- No…… No es eso. No sé que hacer, ayúdame. Estoy paralizada….
- Espérame, ya voy. No te apresures a nada…. Te llego.
Ángela buscó ayuda. Necesitaba que alguien se quedara con sus hijos en su casa, pues son menores de edad. Una vecina entendió el caso y le dijo que se los llevara a su apartamento, ella los cuidaría mientras regresaba. Los niños tomaron sus computadores para hacer sus tareas del lunes. Ella tomó su vehículo y se fue al municipio cercano donde vive su amiga en el menor tiempo posible. Cuando llegó a casa de Laura solamente estaban su padre, en una cama, inerte, su madre, sin siquiera parpadear, ni mucho menos hablar, sentada en una silla, contra una pared, con la mirada fija hacia ninguna parte y Laura que le abrió, pero que no fue capaz de hablar con ella. Miró por todos lados y no había nadie más. Era como un monumento a la soledad. Fue por un vaso con agua. Le dió a Laura y le pidió que le hablara, que de lo contrario no podía hacer nada por ella. Se sentaron en la sala. Laura ingirió un poco de agua y le dijo a Ángela: es que mi papá se murió y no sé que se hace en estos casos, mis dos hermanos están fuera, porque ellos trabajan en otra parte, solamente estamos los tres, en este aislamiento que nos hace sentir cada día más tristes.
Ángela supo que podía y que tenía que hacer. Se puso en contacto con la entidad de la cual era pensionado el padre de Laura y solicitó la ejecución de la póliza fúnebre que los cubre en la totalidad de los gastos. Llegaron funcionarios oficiales a hacerse cargo del traslado del cuerpo a una pequeña funeraria, a donde lo llevaron con la pijama que tenía puesta en el momento de su muerte. En la casa de honras fúnebres les pidieron a Laura y a Ángela que llevaran ropa del difunto, para vestirlo adecuadamente. Les advirtieron que no habría ceremonias, ni misas, ni velorio, ni visitas de pésame, ni nada por el estilo. Laura le dijo a Ángela que fuera por esa ropa, que ella no era capaz. Le dijo que trajera a su madre. Fue recogió unos zapatos, medias, pantalón, una camisa. Los empacó en una bolsa plástica y le pidió a la madre de su amiga que fuera a darle el adiós a su esposo. Llegaron a la Funeraria, entregaron las cosas y al poco tiempo, regresó donde ella una empleada con cara de funeraria que le dijo: Y no se le ocurrió traer unos calzoncillos? Ángela respondió: pues no señora. Que falta de respeto, dijo la empleada. Ángela razonó para si cual podía ser la necesidad de vestir a un muerto que necesariamente iba a ser cremado. No lo entendió y sigue sin entenderlo. No dijo nada, para no entrar en una discusión absolutamente inútil y de no ser por las circunstancias, ridícula.
En la casa de sepelios dejaron estar a las tres mujeres solamente media hora, al cabo de la cual les pidieron que regresaran a casa, que ya no era posible permitir su presencia allí, en acatamiento a las medidas sanitarias impuestas en el estado de emergencia que impedía el contacto social y había transformado de manera radical las tradicionales ceremonias fúnebres a que siempre han estado acostumbrados los colombianos. Preguntaron si podían volver más tarde, antes de que lo llevaran a cremar. Les contestaron que no y que no le avisaran a nadie, que no se permitiría el ingreso de nadie. Lo cremarían sin la compañía de nadie.
Laura y su madre no entendían porque se tenían que ir ya para la casa. No lograban comprender como era posible que los otros dos hijos no pudieran darle el último saludo al progenitor. No lograban entender nada. Pensaban, pero no hablaban. Sus miradas lo decían todo. Ángela las observaba, quiso abrazarlas y en el intento la empleada que reclamó los calzoncillos del difunto con subido tono de voz le recordó que eso no se puede, por ahora. En el carro sólo las acompañaba el ruído del motor. Ninguna de las tres decía nada. Al llegar a casa de Laura, Ángela sintió que la soledad que percibió cuando llegó a donde su amiga, ahora era más densa, más pesada, más aturdidora, más triste. No sabía como decirles que debía irse, porque una vecina le estaba cuidando a sus hijos, pero tenía que llegar a sus investigaciones de la Universidad y a ayudar en las tareas de sus hijos. Se despidió de ambas, sin acercarse a ellas, ninguna de las dos la miró, se fue en medio de un silencio atronador. Al cerrar la puerta supo que en ese interior quedaba una soledad imposible de calcular y que ella no podía hacer más. Sus hijos y sus deberes la estaban reclamando.
Ángela ha sentido la soledad desde mucho tiempo atrás. Cuando sus hijos menores se duermen y ella debe quedarse hasta tarde la noche, haciendo sus trabajos de investigación de la Universidad y adelantando las tareas propias de la cocina para el alimento de sus descendientes al día siguiente, percibe que el mundo es silencioso y que la gente está mucho más allá de esos espacios que a ella le corresponden, desde cuando su esposo le pidió colaboración para irse a estudiar al exterior, en un posgrado, que se hiciera cargo de la responsabilidad del hogar y que a su regreso tendrían mayor disponibilidad económica, hasta que al año y medio de ausencia le hizo saber que no iba a volver nunca más y que se las arreglara como pudiera, que bien pudiera conseguirse a otro, que para eso era bien bonita. Esa fue la fundación de su soledad, pero al ver el cuadro de angustia, dolor y silencio de su amiga y de su madre, supo que lo suyo puede ser una soledad de esas que se pueden llevar con mucho esfuerzo, pero que se superan y que se van llenando de metas que en la medida en que se logren, copan esos vacíos. Pero es que la soledad en medio de la pandemia, del aislamiento y de la lejanía social, es como distinta. Ella, desde cuando debió asumir el engaño de dejarla en soledad, se hizo el propósito de ser fuerte, muy fuerte y no llorar. Ese día , antes de quedarse dormida, sintió que dos lágrimas involuntarias rodaron de sus ojos. Había conocido una soledad más aterradora que la suya.
Al regresar a su casa, sola en su auto, sin siquiera encender la radio, pensó en que no había una sola clase de soledad. Que hay muchas soledades. Y la soledad de su amiga y de su madre, en la que habían quedado luego de haber dejado en una casa fúnebre el cadáver del jefe del hogar, era como una nueva especie de soledad, de esas que sólo son posibles en tiempos de graves crisis, en las que nadie escapa a las consecuencias de lo que ello genera. Toda muerte es una tragedia, pero es cuando aparecen las solidaridades. Y son estas las que de alguna manera calman, disipan, modulan la tristeza de quienes lloran a sus seres queridos. Pero es que asumir el dolor en medio de una soledad agrandada, es mucho más difícil. Pensó en que debió quedarse un poco más de tiempo con ellas, pero de una vez reaccionó frente a las obligaciones pendientes de sus hijos, el trabajo y el estudio, con una casa sin barrer y sin trapear, que no puede dejarse caer de mugre. Era como si esa terrible soledad de la que acababa de ser testigo, se le hubiese pegado al cuerpo, metiéndosele por los poros, poco a poco, hasta llegar a lo más profundo de ella misma. Era una soledad completamente desconocida en su vida, que de alguna manera se ha vuelto especialista en soledades.
Morir en tiempos de pandemia, cuando el deber legal y sanitario, de conservación de vida, es estar lejos, es una soledad que ni ella, ni nadie en Colombia, ni en el mundo, habían conocido. Es una cara nueva de la tristeza. Todas las muertes dejan tras de si muchas soledades. Esos vacíos que quedan en los afectos, en el quehacer diario con las personas que dejan la existencia, por la finitud del tiempo que cada uno debe entender y atender. Hacer el duelo, aprendido como costumbre social arraigada desde la época de la civilización griega, de alguna manera ha ayudado en todos los tiempos a que esa tristeza y esa soledad no sean tan contundentes, tan golpeantes. Esa triste soledad de las muertes en tiempos como este, hacen recordar tantos versos de dolor contenidos en la poesía del peruano César Vallejo, o del Español Miguel Hernández, cuando el dolor duele tanto, que de doler “me duele hasta el aliento”. Esos dolores poéticos eran de alguna manera expresiones profundas de los poetas, pero ahora se hacen realidad. Ya no son mera poesía.
Son muchas las muertes que se han dado en medio de la situación actual. Y no como consecuencia del virus universal. No. Ha muerto mucha gente de muchas causas, con dolencias que se han arrastrado de tiempo atrás y tocaron a su fin en los limitados tiempos de hoy. Muchos de ellos ni siquiera han sido atendidos en centros médicos, por el temor de que a sus enfermedades les pudieran sumar el virus. Les han dado cuidados paliativos en casa, o los han recibido en centros hospitalarios en medio de unas medidas de aislamiento, en las que seguramente el paciente puede tener más ganas de morirse que de conservar la vida, porque todo es solitario y triste. Nadie quiere, ni le gusta, vivir en medio de una triste soledad. Es el afecto, son los seres queridos, son los gustos, son los ambientes, son los espacios, son los tiempos los que hacen posible la vida. Privarla de todo ello es tanto como darla por terminada por anticipado.
De alguna manera hemos vivido con la convicción de que la soledad es una sola, que lo que la diferencia son sus causas. El porqué de cada soledad. Que sigue siendo la misma. Ahora se ha aprendido casi forzadamente que soledades hay muchas, y que hay unas más difíciles que las otras. La soledad del adiós en medio de la ausencia de tristeza exteriorizadas y de duelos, como que por decreto ha quedado prohibido abrazar y sentir solidaridad con los demás, termina siendo una angustia que quiere caer sobre el cuerpo y aplastarlo hasta el infinito.
Arrancar los afectos y guardar en lo más profundo de cada quien los sentimientos, por decreto, sólo es posible que genere esa terrible soledad que muchos perciben en estas calendas. Una soledad que duele mucho más allá y que lleva a procesos de duelo completamente individuales, asimilando en forma obligada la posibilidad de vivir, con las mismas o mayores precauciones ante el peligro de contagio de un virus que nadie ve, que nadie percibe, que nadie detecta y que sólo es posible identificar cuando ha atacado a sus víctimas. El ser humano es social. Siempre lo ha sido. Necesita de los demás y los demás necesitan de él. Ahora sólo es posible contar con ellos de lejos.
Ahora es más fácil entender las palabras del maestro Pablo Neruda cuando dijo:
De la vida no quiero mucho
Quiero apenas saber que
Intenté todo lo que quise
Tuve todo lo que pude
Amé lo que valía la pena y
Perdí apenas lo que nunca fue
mío.
Hasta la soledad de la muerte de ahora ha terminado por ser ajena al ser humano. No es posible concebir una soledad mayor, aunque el paso de los tiempos habrán de decir y demostrar que pueden haber soledades mayores.
Es la angustia de las Cenizas del poema de la poeta argentina Alejandra Pizanirk, cuando dijo:
La noche se astilló de estrellas
mirándome alucinada
el aire arroja odio
embellecido su rostro
con música.
Pronto nos iremos
Arcano sueño
antepasado de mi sonrisa
el mundo está demacrado
y hay candado pero no llaves
y hay pavor pero no lágrimas.
¿Qué haré conmigo?
Porque a ti te debo lo que soy
Pero no tengo mañana
Porque a ti te…
La noche sufre.
Es como un vacío infinito en la que se cae sin buscarlo y del que parece no haber salida. Es la angustia de saberse solo y saber que el día siguiente, y al siguiente y al siguiente y a los muchos siguientes sólo vendrán soledades desconocidas, de esas que nadie había imaginado y que llegaron tras un virus y mediante muchos decretos que todos los días establecen la libertad como artículo de lujo.
Ángela condujo muy despacio y cuando llegó a su casa, en la puerta, debió hacer un gran esfuerzo para dejar afuera ese contagio de soledad que nunca había conocido. Tenía que llegar a seguir siendo la calurosa compañía de sus hijos y la constructora de su propia vida, a la que le quedan tantos tiempos.