19 de abril de 2024

Una suerte de envidia

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
10 de abril de 2020
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
10 de abril de 2020

Hay una mujer que mendiga todos los días, recostada en la tapia que cerca una lujosa casa ubicada sobre la avenida, a dos cuadras de mi edificio. Es una mujer menuda, de piel morena, de edad casi indefinible, aunque me atrevo a suponer que ha cruzado los setenta años. Lleva siempre el pelo teñido de mono y se pone vestidos o faldas, nunca pantalones. Cuando el día está frío, se cubre con una manta tejida. Para sentarse utiliza un cartón y un cojín, cuya espuma ya perdió todas sus virtudes. Se sienta poniendo su espalda contra la tapia y los muslos y rodillas sobre el andén; con las piernas dobladas hacia adentro. Al final las pantorrillas se juntan con sus muslos y los zapatos con sus caderas; así, el cuerpo se levanta elegantemente de un lado. Cada tanto cambia de postura haciendo turnar sus caderas. Se sienta con el recato victoriano que alguna vez le vi a mi abuela al sentarse sobre un prado, y que vemos en las fotografías antiguas en las que aparecen mujeres sentadas en el campo o en algún jardín. Es una postura refinada, pero debe ser incómoda.

La mendiga nunca se queja, no pide, solo pone su hucha en el piso. No expone llagas, no se muestra obsecuente, no se lamenta de ninguna suerte y permanece quieta, sin hacer nada. Podría susurrar: never complain, never explain, si supiera qué significan esas palabras. Pero no va a querer, porque justamente quienes de manera sincera creen en ellas, ni siquiera consideran justo pronunciarlas; hacerlo, deben pensar, sería de alguna manera explicarse.

Algunos pasan por el andén y miran a la mendiga con la suficiencia de quienes se creen mejores porque viven: “cómodamente en casas recién pintadas / con inodoros a botón en todos los baños”, como escribió en un poema Raymond Carver. Suponen que ella debería apenarse, porque no le va “bien”.

La mendiga llega todos los días en el mismo horario. Tiene una rutina que cumple con el rigor que no es, sin embargo, equiparable al de un burócrata cualquiera; no padece tampoco las afugias de un trabajador autónomo, ni los apremios del emprendedor, es más bien la reina de su trozo de calle, que, a veces, comparte con una familia Embera a la que mira con desprecio. Desde su sitio atiende no solo a los clientes que se acercan a pagar el estipendio debido, sino además a familiares y proveedores. Varias veces en el día se arrima un vendedor de café y pan, el mismo que llama cuando le llega una visita que, considera, debe honrar invitándola a un tinto. De vez en cuando llega algún familiar que se sienta a su lado. En una ocasión fue una joven de colegio vestida con uniforme. La joven se sentó, sacó un cuaderno y comenzó a hacer tareas mientras su tía atendía, indiferente, a la clientela. En otra ocasión fue un sobrino el que la visitó para comentarle algún enredo familiar, yo, que pasaba justamente por el sitio, interesado en escuchar algo de lo que conversaban, compré morosamente dulces en el puesto que se encuentra a unos metros de la mendiga. El sobrino daba cuenta de las discusiones entre hermanos y hermanas por culpa de alguna herencia, tal como ya había sucedido, según ellos, en otras ocasiones. Ella comenzó a dar instrucciones como una matrona, como una emperatriz que gobierna con mano inflexible su corte. La plata no importa, pero ese sinvergüenza no debería existir, dijo. Menos mal esas palabras no iban dirigidas a mí, porque yo las habría entendido como una instrucción. Luego su sobrino se fue, calle abajo.

La mendiga está en su sitio todos los días, sentada, desocupada, mirando la calle mientras pasan carros y gente. Ese es su mérito, como el de Carver, estar desocupada. O como era el caso de Gohar, el personaje de Albert Cossery, para quien, ante tanto absurdo real, lo único más o menos razonable, era estar quieto en un andén, mendigando.

Ahora entiendo un poco mejor la atracción que me provocan ciertos seres que van por la calle, entre desasidos y mugrientos, tal vez todo se reduzca a una suerte de envidia.

Pablo Felipe Arango

Manizales, 9 de abril de 2020