28 de marzo de 2024

CAMINANTE

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
8 de noviembre de 2019
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
8 de noviembre de 2019

Se murió un día que dejó de gustarle como los demás días, desde cuando ese afán mercantilista y de copia de lo que hacen los otros, introdujo  en nuestro medio  el tal Halloween, o día de las brujitas, o día de los disfraces, o día de los vándalos disfrazados que se van en caravanas de motos haciendo daños y destruyendo símbolos  en plena demostración  de abuso de lo comunitario y enviando a la gente a resguardarse en sus casas, porque es mejor no celebrar lo que ahora no se celebra sino que se sufre. Ya los niños, por quienes supuestamente se adoptó esa  tonta costumbre, no importan para nada, pues muchos son los que ni siquiera tienen el gesto de saludar a los infantes, si es que no tienen una banana barata para darles.  Y de la solicitud cantada tontarronamente  de dulces y golosinas se ha pasado a fastuosas fiestas en las que se entra en grandes gastos que los vendedores de servicios les encantan y a quienes no comparten la idea les molesta.  En esa fecha de tanta cosa extraña junta, se le fue el oxígeno que le quedaba a su cerebro, que en los últimos días lo había ido abandonando poco a poco, hasta la convicción ineludible, como racionalista puro que era, que el fin había llegado. Lo hecho, hecho estaba y ahí quedaba para quienes lo leen, lo estudian y ahora lo hacen objeto de múltiples investigaciones.

Hasta ese 31 de octubre de 2019 le llegaron sus pasos, sus caminos –todos los caminos construidos o por construir-,  los vuelos heroicos apretando los dientes, subido en precarias aeronaves  de comienzos del siglo XX, a las que la más mínima nubosidad ponía a tambalear, en la seguridad de que no caerían, de lo que se convencía cuando miraba el rostro de sus compañeros de viaje, campesinos de siempre, acostumbrados a ese rudimentario, pero único, medio de desplazamiento, los largos recorridos por aguas de inmensos ríos, contemplando sin cesar los numerosos paisajes que se le iban presentando al frente,  los viajes en destartalados vehículos automotores por vías  que no pasaban de ser simples caminos de herradura, a los que se atrevían los camperos heredados de la segunda guerra mundial. Ya los tenis rojos estaban puestos debajo de la cama de una habitación hospitalaria, donde pasó los últimos momentos, esperando a que su propietario se los calzara y salieran hacia otro destino de esos muchos que conocieron juntos. El caminante y los tenis eran como una sola unidad. No se concebían  el uno sin los otros y al contrario. Se quedaron esperando. Los tenis los recogieron, pero no su dueño, sino las personas allegadas que sabían que los iban a necesitar cuando se le rindieran los honores y homenajes debidos a un gran investigador de la realidad colombiana.

Una realidad de la que no se apoderó por referencias o por las numerosas e intensas lecturas que desde cuando era estudiante se propuso agotar. Una cosa era lo que decían las descripciones de la realidad colombiana y otra lo que esa realidad le presentaba ante sus ojos. La realidad es esa en la que la gente de carne y hueso vive en condiciones precarias, no porque así lo hayan escogido, sino porque han sido víctimas de todos los atropellos  venidos de diferentes puntos, en defensa de diversos intereses, sobre los que nunca opinaron, ni les dejaron opinar.

En la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional supo que  quería conocer “el adentro” de los seres humanos más valiosos, que son los humildes, esos que no trascienden, que no son noticia sino cuando son objeto de tragedias o víctimas de algo, y desde la simple teoría  nunca podría lograrlo.  Culminados sus estudios al lado de grandes maestros como Orlando Fals Borda, -uno de los padres de la Sociología en Colombia- el cura Camilo Torres Restrepo y Eduardo Umaña Luna, tres maestros del saber y la racionalidad,  y habiendo aprendido que para hablar de la gente primero es necesario conocerla en forma directa, decidió que iría por los caminos del país, a conocerlos a todos, a convivir con ellos, a dialogar con ellos, a escucharlos y tener sus historias en la mente para contarlas a su manera. Supo con el gran Antonio Machado que

Caminante, son tus huellas

el camino y nada más,

caminante, no hay camino,

se hace camino al andar. 

Porque tenía muchos pasos para estrenar.  Iría a los lugares desconocidos, de esos  que se refieren en tratados de antropología y geografía, pero como sitios tan lejanos que es mejor seguir teniéndolos en la mente, sin intentar volverlos realidad. El los volvería realidad. Decidió que antes que nada sería un investigador de campo, no de escritorio, que los análisis y los planteamientos teóricos son interesantes y necesarios, pero mucho más lo es la realidad de la que se extrae todo el contenido humano que es, ha sido y seguirá siendo. Porque

Al andar se hace el camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino

sino estelas en la mar.

El volvería muchas veces la vista atrás para observar esas sendas recién recorridas, pero sin copiar al pie de la letra al poeta, pues su propósito no era no volverlas a pisar, sino todo lo contrario, seguirlas pisando las veces que fuera necesario para completar sus  investigaciones. Y cuando  tuvo material suficiente comenzó a publicarlas en medios que entendieron que en él tenían un periodista completamente diferente a los demás, que no se ocupaba de los hechos diarios y coyunturales que hoy son y mañana desaparecen, sino de unas realidades constantes que debían ser materia de atención de todos.

La huella de sus grandes maestros  se le quedó en la vida y cuando el médico e investigador Héctor Abad Gómez, lo llamó al graduarse en la Nacional de Bogotá, para que se fuera con él a trabajar  con las comunidades originales de las márgenes del río Sinú, se le quedó metido en el cuerpo y en la mente que eso era lo que quería hacer por siempre.

Fue un caminante empedernido, que iba de un lugar a otro, del país, hablando con la gente más sencilla, durmiendo en sus viviendas, comiendo de los mismos platos, involucrándose  en sus trabajos, compartiendo muchos saberes ancestrales de los que lograba aprovechar numerosos elementos, conociendo a fondo sus creencias, participando de sus ritos, siendo respetuoso al extremo de lo que ellos plantearan y aceptando las prohibiciones que por cualquier causa le establecieran. Los conocía a ellos y ellos lo conocían a él, terminando en una relación en la que todos eran de los mismos.

Lo vivido  en medio de esas comunidades ubicadas en los más recónditos lugares colombianos, a donde llegaba a lomo de mula, en camperos de servicio público, en chivas, en canoas, en barcazas rudimentarias, a pie y muchas, muchas veces en los desvencijados aviones de los servicios áreos de los antes llamados territorios nacionales, en los que en numerosas ocasiones sintió miedo, incluso pánico, ante la amenaza de una caída libre por fatiga del metal. De alguna manera siempre pensó que  su vida acabaría en medio de hierros retorcidos e incendiados de un avión de esos caído de los cielos de los llanos o las selvas.

Todas sus experiencias las contó de manera detallada en las revistas  Eco, Alternativa, Cromos, Economía Colombiana y en El Espectador, donde fue cronista y columnista hasta cuando fuera designado como uno de los once Comisionados de la Comisión de la Verdad que preside el padre Francisco de Roux, una especie de tranquila conciencia nacional, que vive convencido que saber la verdad de todo lo que ha ocurrido en el país, es el mejor inicio de un camino de reconciliación nacional, e igualmente  se apropió de sus relatos en Televisión, habiendo inspirado y producido en muchas ocasiones el programa Travesías, a través del cual se han conocido muchos secretos de esa Colombia poco o nada conocida por todos. En todos los medios sintió la comodidad de decir lo que quería y hacer conocer a quienes ya tanto conocía:

Sin duda, en el lenguaje que mayor comodidad sintió fue en el de los libros, de los cuales alcanzó a publicar un total de 26, muchos de ellos textos de estudios universitario a nivel de postgrado. Entre sus libros, que constituyen un referente de conocimiento social de esta nacionalidad, pueden citarse:

  • De rio en rio
  • Trochas y fusiles
  • Rebusque mayor
  • A lomo de mula
  • Aguas arriba
  • De llano en llano
  • Los años del tropel
  • Dignidad campesina: entre la realidad y la esperanza
  • Desterrados
  • Ahí les dejo esos fierros
  • Colombia al borde del paraíso

No le fue extraña la cátedra universitaria, como que se desempeñó como docente  en las Universidades  de Antioquia y Externado de Colombia, en sus facultades de Sociología.

Cuando quiso hacer su doctorado en Sociología se fue a La Sorbona de Paris, donde permaneció por cuatro años y nunca se pudo graduar por diferencias conceptuales y metodológicas con sus profesores, quienes no compartían  sus indagaciones solamente de campo, que no eran nada distinto a las extensas conversaciones que sostenía con las comunidades en las que se adentraba (¿Y entonces que es sociología?). No lo dejaron graduarse, hasta cuando decidió olvidarse de un título,  que de poco o nada le iba a servir cuando su vida estaba metida en unos tenis rojos que lo podían llevar por muchos caminos de los que le quedaban por recorrer o sencillamente por volver a recorrer.  La Universidad Nacional tuvo conciencia de su trabajo como investigador y le concedió el doctorado Honoris Causa como Doctor en Sociología, que agradeció inmensamente y colgó en su estudio, en la seguridad de no estarlo necesitando para nada. Lo que lo validaba como sociólogo colombiano, era el amplio conocimiento que de lo social tenía.

Y de ese conocimiento  de la realidad colombiana no le podía ser ajeno el conflicto armado que por más de 50 años ha soportado el pueblo  en los espacios más desprotegidos.  De eso habló mucho en sus grandes crónicas, reportajes y libros y fue motivo suficiente para que Carlos Castaño, el jefe militar de las autodefensas, lo declarara objetivo y lo condenara a muerte. Las amenazas se hicieron reiterativas en su lugar de trabajo, en su casa, en la calle.  El mismo Heriberto de la Calle, el famoso lustrabotas desdentado de “Zoociedad”, creado y protagonizado por Jaime Garzón, lo entrevistó  sobre el tema y terminó siendo una conversación de amenazados. No pudo soportar el cerco que se iba tendiendo sobre su vida y un día decidió que se iba del país, en defensa de su familia. Cuando iba hacia el aeropuerto  oyó en la radio que acababan de matar a Jaime Garzón cuando iba a su trabajo. Lloró en silencio. Se fue en 1998, deambuló por Portugal, España y Estados Unidos  hasta el 2006, cuando no soportó más la soledad, la falta de trabajo, las inmensas necesidades y regresó. El peligro se había amainado al menos y recuperó su vida en tenis.

Alfredo de la Cruz Molano Bravo, el gran investigador de campo de la situación social de Colombia y sus conflictos, se ha ido de la vida un 31 de octubre, un día que estaba entre sus disgustos  personales, porque no le gustaban las copias de costumbres que en nada se compadecen con la idiosincrasia colombiana, que de alguna manera conoció mucho mejor que nadie.  Hijo de Alfonso Molano y Elvira Bravo, nacido en Bogotá en 1944, sin que se tenga establecida la fecha exacta, se hizo caminante de todos los caminos de este país y conoció lo que muchos no conocen, pero dejando su saber en su extensa obra, que no por profunda deja de ser de fácil lectura.

En el espacio que siempre consideró su casa, el campus de la Universidad Nacional  en Bogotá, le rindieron los honores debidos antes de proceder a la cremación de sus restos, de lo poco que un cáncer gástrico  le fue desgastando su  delgada humanidad que conoció  de muchos caminos y se hizo fuerte, pero sin una contextura sobresaliente, la  que de alguna manera se resaltaba con su nariz grande y aguda y su cabello siempre largo, ahora completamente cano.  La ceremonia estuvo presidida por el padre Francisco de Roux, quien al despedirlo, entre otras cosas dijo de Molano:

Alfredo, con su vida nos llamó a ponernos al lado de la gente. A echar abajo todos los muros físicos y sociales y todas las apariencias que nos separan de quienes por no tener dinero ni poder son simplemente pueblo, campesinos e indígenas. Nos invitó a desnudarnos de los artificial en vestido, adornos y estupideces de honor. Por eso llegó de atuendo de caminante el día que Juan Manuel Santos nos recibió en el salón de Presidencia,  donde los demás traían corbatas y moda. Osuna que no entendió nada, pintó la mochila, los tenis y el sweater de “marxista, leninista, maoísta”. Mientras Molano  nos estuvo diciendo: sólo la gente importa. Todo lo demás es apariencia y máscara.

Los amigos se abrazaron con la familia de Alfredo Molano en silencio. No hubo oraciones  para quien no tenía religión. No hubo más discursos para quien no creía en la retórica retorcida de mucha sindéresis y pulimientos. Importaba saber que estaban despidiendo un cuerpo que ya no caminaría más por todas las trochas de Colombia, pero cuyas huellas y senderos quedaron plasmados en sus libros que siempre serán objeto de estudio para saber que somos, porque hemos sido así, porque no de otra manera. Es un referente de la investigación social, de la que tanto aprendió de otra de sus maestras, como lo fue Virginia Gutiérrez de Piñeres.

Sobre el féretro de madera oscura estaban sus tenis rojos, su mochila arhuaca y sus anteojos  oscuros con los que tantos caminos recorrió. Habían sido 75 años bien caminados, bien fumados, pues nunca se separó de su cigarrillo, algunas veces de un grueso habano de la mejor calidad, bien leídos, bien compartidos con los amigos y carente del menor protocolo que le pudiera generar limitaciones en sus relaciones son los demás. Era un hombre de a pie. Un caminante que fue construyendo el saber  en sus caminos que recorrió  y volvió a recorrer de la mejor manera: conociendo a la gente, sabiendo del interior de las personas. Cuando alguien deja una obra que debe ser estudiada, no se ha ido, ya cumplió su misión material, queda el saber, que es lo trascendente.