Las palmitas
A partir de hoy reproducimos una serie de geniales croniquillas que facturó el imperecedero escritor César Montoya Ocampo sobre hechos y lugares que se registraron en su tierra natal, Aranzazu.
Al borde de la carretera, entre Aranzazu y Salamina, funcionaba “Las Palmitas”, cantina de Luis Villa.La región es preciosa.Clima tibio para el amor, naturaleza de un verde intenso, con unos confines lejanos de nubes pardas en las mañanas y céfiro de oro en las vespertinas. Luis era un viejo moreno, de manos largas, derrochador de sonrisas, zalamerón para las venias. En su tienda entreveraba enjalmas con estampas piadosas, zamarros con frascos de veterina, perfumes baratos para las aldeanas y remedios para los dolores leves. En el patio había incrustado un fogón de leña en donde el Notario Miguel Noreña preparaba culinarias heliogabalescas. Se me estaba olvidando que Luis , picarón y celestino, también tenía cuartos ocultos para los jineteos.
La casa era típicamente campesina. Nada era llamativo en la fachada que daba a la carretera. Pintura liberal, andén modesto; una sola puerta ancha servía de entrada, y al fondo los entrepaños de una fonda rural. Por dentro los colores eran chillones. Rojos violentos, azules agudos, amarillo-pollo, negros fuertes. Esa festiva policromía levantaba el ánimo para los festejos. Los corredores tenían chambranas resistentes. En las esquinas lucía el verde bronceado de unas begonias altivas.
Eran parranderos los domingos. Los aldeanos que tenían cerca sus pegujales, allí intercambiaban camaraderías, celebraban con carcajadas intimidades de alcoba, desembaulaban secretos escondidos y, por último, volteaban copas. Tres estilos musicales enfermaban los sentimientos de los paisanos. Los Cuyos, El Conjunto América y el tango. Los tríos,muy famosos y auditivamente supérstites, tienen dejo llorón y un aire pegajoso que penetra,lastima y suscita melancolías. Los instrumentos de cuerda, más unas voces tristes que se estiraban con eco pesaroso, se convertían para los paisanos en puñaladas que hacían trizas las entretelas del corazón.
¡Y los tangos! Pobres los no tangueros. No saben de las delicias de la bohemia, de las noches extendidas y de los amaneceres con el céfiro recostado sobre el hombro de una aurora. No de las delicias de las lágrimas en las reconciliaciones. No del amor con los temblores que genera la inseguridad. Podría hacerse un paralelo entre los angelotes con cara de sacristía, asexuados y el hombre que creció a la intemperie, ganándose a codazos las oportunidades. Éste por intuición y capacidad de riesgo, es un campeón que se cubre con el relampagueo de los zodíacos, y el otro es un incapaz que busca muletas para subsistir.
Era juez.Ya no tenía empaque de minusválido social, sino contextura de líder imperativo que imponía criterios con altiva suficiencia. Por lo mismo,epicentro de la ”oligarquía” municipal. Todos sacerdotes de Baco. Era pinchado el copete de los mandamás. Evelio Pérez Soto, joven rollizo, extrovertido y alegre, sobrado en billetes. Alberto Jiménez Estrada, odontólogo, artista del acordeón, bailarín de impacto. Miguel Noreña Notario, manejador de fogones, insuperable para preparar banquetes afrodisíacos.Hernando Palomino Salazar,médico, con una “Malena” invisible que le trastornaba sus itinerarios. Luis Rivera Giraldo, abogado, semipoeta, semiorador, parlamentario, difuso en fantasías vacuas. Y,en fin, otros y otros que sentían pinche de participar en el rumboso grupo elitista.
Todos viajaron a los cerúleos espacios de la eternidad. Con una montaña de almanaques interpuestos, en aleteos eternos, veo a Evelio, encaramado en el mostrador de las parrandas aéreas, cantando “Ay Chavela…Chavela”, a Alberto robándole notas al acordeón para trastornar con fantasías amorosas a las diosas menores del parnaso, al médico Palomino recetándole a los fantasmas drogas genéricas para sus trastornos estomacales y todos, en coro, en agradables tragos, entonando canciones de añoranzas. Las zonas de los festines en los laberintos selvosos del Ida son borrascosas, y las nubes de algodón sirven para encortinar las fornicaciones de Zeus.
A Luis Villa lo asesinaron para robarle el realizo de un fin de semana y su cantina hoy es un armazón de melancólicos muñones.
Crónica publicada el 5 de abril de 2018