29 de marzo de 2024

La tortuga Teresa

27 de junio de 2019
Por José Miguel Alzate
Por José Miguel Alzate
27 de junio de 2019

Todos en el pueblo decían que tenía más de cien años. Jesusita Giraldo, la abuela del alcalde, que estaba próxima a cumplir noventa años, les dijo a los dos niños que llegaron hasta su casa para preguntar por la tortuga que todas las mañanas ella sacaba a la acera para que tomara el sol que la había heredado de su mamá. Los niños la visitaron la tarde de un octubre lluvioso porque el profesor de la escuela donde cursaban segundo de primaria les puso como tarea averiguar si era verdad que en San Rafael de los Vientos había una tortuga que había pasado del siglo de existencia. Fue el día en que en el pueblo escogieron a una nieta suya para que actuara como reina de las fiestas que se celebrarían a finales del mes. Tocaron con golpes suaves la puerta, y cuando la muchacha del servicio les abrió, preguntaron:

– ¿Está doña Jesusita?

– ¿Para qué la necesitan? – preguntó la empleada mirando con sorpresa a los dos niños.

– Fue que en la escuela nos pusieron una tarea, y nos dijeron que ella podría ayudarnos.

– ¿Quiénes son ustedes? – inquirió la muchacha.

– Estudiantes de la escuela Manuel Gutiérrez – respondieron a una sola voz.

La tarea se las puso el profesor Antonio Montes. Estaba hablándoles de animales caseros. Cada estudiante tenía que decir el nombre de uno. Germán Botero, el hijo del peluquero, que fue el primero en contestar, nombró el perro, Cuando lo dijo, el alumno del pupitre de adelante le reclamó: “Bobo. Por qué se me adelantó. Ese es el nombre que yo iba a decir”. Los otros estudiantes se burlaron de él, diciéndole: “El bobo es usté. No es para que le reclame. Simplemente diga el nombre de otro animal. O es que solo conoce los perros”. Todo el salón soltó una carcajada. Pensando que se estaban burlando de él, Hernando Giraldo les gritó: “Le voy a decir a mi papá que ustedes se burlaron de mi”. Fue ahí cuando el profesor Antonio Montes, que cojeaba de un pie, puso orden en el salón.

– Uno no se debe burlar por lo que diga un compañero – les dijo con su voz gruesa.

Cuando Andrés y Cristian entraron a la casa de doña Jesusita lo primero que vieron fue la tortuga. Caminaba despacio por el corredor, moviendo las cuatro patas con dificultad, sacando la cabeza para poder mirar por dónde andaba. Se sorprendieron al ver ese caparazón inmenso que parecía una piedra cubierta de barro. Al darse cuenta del asombro de los niños, la abuela del alcalde les preguntó: “¿Por qué el profesor les pidió que investigaran sobre mi tortuga?” Ellos, sorprendidos, le dijeron que en la clase de ese día se habló sobre los animales domésticos. Le aclararon que nadie en el salón mencionó a la tortuga. Fue en ese momento cuando el profesor, tomando en su mano derecha la tiza con que escribía en el tablero, les dijo:

– Ninguno ha hecho mención a la tortuga. Es el animal más viejo del mundo.

– Y en donde vive ese animal. Yo nunca lo he visto – dijo desde el pupitre de atrás Juvenal Restrepo, un niño de ojos azules que dibujada vacas en las hojas de los cuadernos.

– No puede ser un animal doméstico. En ninguna casa he visto una tortuga – gritó desde su pupitre al lado de la ventana Eugenio Ospina, el hijo de un señor que hacía colchones.

El profesor Antonio Montes tuvo que llenarse de paciencia para explicarles a los treinta alumnos que las tortugas si existían. “Simplemente, no se dejan ver casi”, les dijo mientras les explicaba cómo era su forma de vida. Entonces les contó que en una casa de San Rafael de los Vientos había un animal de estos. “¿En dónde?”, preguntó sorprendido Andrés Salazar. A lo que el profesor contestó: “En la casa de doña Jesusita Giraldo, la abuela del alcalde”. Cristian Velásquez, que era bizco, le dijo ahí mismo a Andrés: “Yo quiero ver ese animal”. El profesor, viendo el interés de los dos niños por conocer una tortuga, les dijo que cuando terminara la clase fueran hasta la casa de doña Jesusita para averiguar por el animal.

– ¿Qué quieren saber de Teresa? – les preguntó doña Jesusita advirtiendo el interés de los dos niños.

–  De Teresa no queremos saber nada – dijo Andrés.

–  De la que queremos saber es de la tortuga – agregó Cristian.

–  Es que la tortuga se llama Teresa – les dijo doña Jesusita. En su rostro se dibujó una sonrisa.

Los dos niños se acercaron hasta el animal, que con paso lento seguía caminando por la sala. Lo hicieron cuando la vieron salir de una pieza. Doña Jesusita, advirtiendo el interés de los niños, les explicó que era un animal que caminaba lento, como sin afán. Andrés, que no podía creer lo que veía, le preguntó: “¿En dónde la mantiene?”. La abuelita del alcalde, una anciana con pelo de nieve, que todavía tenía lucidez mental, les dijo que en la noche se metía debajo de una silla del corredor. Entonces Cristian, que era el más despierto, le preguntó: “Doña Jesusita: ¿Teresa tiene más de cien años?”. La anciana, entendiendo su inquietud, le respondió: “Cuando me la entregó para que la cuidara, mi mamá me dijo que tenía más de cincuenta años. De esto hace ya como cincuenta. Estos son los años que lleva viviendo en mi casa.

– ¿No le ha dado ninguna enfermedad? – preguntó Andrés, preocupado porque debido a lo vieja la tortuga podría morirse de un momento a otro.

– Mañana le diré al profesor que conocí el animal que tiene más edad – dijo, alegre, Cristian.

A la mañana siguiente, cuando llegaron a la escuela, Andrés y Cristian se sintieron los estudiantes más felices de San Rafael de los Vientos. Habían conocido una tortuga con nombre de mujer. Y lo mejor: supieron que caminaba como los ancianos, despacio, con cuidado, evitando darse contra las paredes. De lo que no se habían dado cuenta fue de que esa misma noche doña Jesusita Giraldo murió de un infarto. Lo supieron cuando, a la hora del almuerzo, al llegar a sus casas, escucharon el repicar de las campanas. Al enterarse del motivo, los dos niños salieron para la casa de la anciana. Al llegar, la muchacha del servicio, la que les abrió la puerta cuando ellos llegaron a conocer la tortuga, les contó que el animal también había muerto. Un sentimiento de tristeza se apoderó entonces de sus almas. “¡No puede ser!”, exclamaron. Fue cuando le dijeron: “Nosotros nos encargamos de enterrar a Teresa”.