29 de marzo de 2024

Decir cuántas son cinco

Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
21 de junio de 2019
Por Carlos Alberto Ospina M.
Por Carlos Alberto Ospina M.
Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
21 de junio de 2019

“Me llevaba ganas un comandante del frente 36 de las Farc. Bajaba del paraje Santana a la escuela, cuando me salió el tipo ese y me dijo:

´ ¡Por fin, la veo solita, cosita rica! Hoy, sí le voy a hacer hasta una florecita en ese brazo. ´

Me amarró a un estacón con los restos del alumbre de púas, me pegaba con el fusil y lo metía en mis partes íntimas. Sí yo gritaba, se reía como un loco.

´Cosita, mamacita, ya sabes lo que es un hombre. Hoy la voy a marcar para que sepa quién es su dueño´.

Gladys, como la llamaremos para proteger su identidad, tenía 14 años de edad. Tres décadas atrás, las Farc, hicieron presencia en el cañón El Inglés del municipio de Ituango. Los linderos y los mojones desaparecieron en medio de los combates entre los grupos ilegales.

“Aunque sangraba por todas partes, no sentía mi cuerpo. Era tanto el dolor que, hubo un momento, que no sé sí morí o me desmayé. Cuando desperté, estaba desnuda y vi, como ese animal, calentada la punta de un cuchillo. Nunca, me imaginé que era para marcarme con sus iniciales.

´Vea, nenita, que no estoy charlando. En esta y en la otra vida, usted ya tiene dueño. Y ese, soy yo´.

Alzándose la camisa moteada por el uso y la penuria, Gladys, muestra la profunda cicatriz sobre su hombro y su alma marchita. Estupefacto miré aquellos ojos sin lágrimas y de nuevo, enmudecí.

“Cuando vi la punta del cuchillo, rojo como un carbón ardiente, llegué a pensar que no lo iba a hacer. Pero, el olor de mi carne quemada y los brincos de felicidad de ese demonio, aún hoy, los siento, acá, en mi nariz”. En aquel instante del encuentro periodístico, rechinó los dientes y apretó los puños de las manos, los cuales puso en medio de las chupadas piernas.

“Ese loco, le quitó la punta a un bolígrafo negro y comenzó a poner la tinta sobre mi herida.

´Vea, muñeca, qué lindo le está quedando el tatuaje. Ya nadie se puede meter con usted, porque lo paveo, lo descuartizo. Usted es mi mujer, gústele a quien le guste. Ni se le ocurra irse de la vereda. Voy por usted hasta el mismísimo infierno´”.

La gente de los diez caseríos cercanos al cañón El Inglés, zona rural de Ituango, sabe a ciencia cierta de los horrores de la guerra que, dicho sea de paso, no tiene carácter ideológico. El conflicto persiste por la disputa de las rutas del narcotráfico, la siembra de coca y marihuana, el contrabando de armas, el lavado de dinero, la expropiación de tierras y el resguardo de lingotes de oro producto de la explotación ilegal en diferentes zonas del territorio.

En ese momento, ella, habló con tal precisión sobrenatural que el estigma se hizo presente: “No sé cuánto tiempo estuve amarrada, perdí cualquier contacto con la realidad. Desperté en una humilde casa de la vereda El Cedral. La doña me echaba sobre las heridas cuanto menjurje encontraba y en mis genitales ponía paños de agua bendita que le trajo su esposo del pueblo. Siempre que entreabría los ojos, veía a una niña de 5 años que no parpadeaba, mientras me recorría de arriba abajo.”

Este 25 de junio en Chaparral, Tolima, y el 2 de julio en Ituango, Antioquia, saldrán al aire las dos primeras emisoras en cumplimiento del punto 6.5 del Acuerdo final para la terminación del conflicto. La Consejería para la Estabilización, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, el Ministerio de las Tecnologías información y las comunicaciones, MINTIC; la RTVC, Sistema de Medios Públicos, y las FARC, podrán en marcha esas dos iniciativas. Sin decir la verdad ni haber reparado a las víctimas, ahora, tendrán otro mecanismo de adoctrinamiento bajo el pretexto de estimular “la convivencia pacífica”.

“¿Sabe?, mi historia es muy suave frente a las atrocidades que hemos vivido en Ituango. Cuando me enteré que las Farc van a poner una emisora en el pueblo, me dije a mi misma, de qué van a hablar esos delincuentes que ni siquiera han pedido perdón. Me da rabia, porque las víctimas parecemos pidiendo limosna. Todos hablan de verdad ¡y nuestra verdad!, nuestros años de sufrimiento, de miseria, de abandono, de pobreza extrema, desplazamiento forzado, ¿qué? Dígame, usted, porqué ellos, los guerrilleros, los policías corruptos y los paracos tienen tantos privilegios, y nosotras las víctimas, recibimos un trato de habitantes de calle, de puro menosprecio”.

Gladys, saltó de la butaca con la misma firmeza que cuestionaba las prebendas a los distintos actores de la violencia. Por primera vez, durante las dos horas de diálogo, una empanada, un buñuelo calienta y un tinto amargo, sus ojos castaños soltaron fuego. Algunas personas que estaban en la cafetería se asustaron con el llanto de la mujer. Ella, miro en torno al salón y bajo el tono sin perder la consistencia inicial.

“Señor, tengo 43 años, dos hijos más bandidos y malos que el mismo satanás. A uno de ellos, le pegaron 18 tiros ¡y lástima! que no se murió. El que es malo no deja de serlo. Sí eso pienso sobre mis hijos, dígame, ¿por qué he de sentir algo diferente hacia las Farc? Es muy fácil hablar desde los escritorios, desde el púlpito de la iglesia, las universidades, el congreso y los medios de comunicación, cuando no fueron atados con alambre de púas a un palo. Para mí es imposible olvidar, míreme”. Otra vez, levantándose la blusa quiso mostrarme su espíritu carcomido de dolor.

“Yo soy una mujer honesta, limpio casas para sobrevivir y nadie tiene porqué pagar por mi pasado. Mentiras, sí, las Farc y todos los grupos criminales deben pagar el daño causado, lo que pasa es que a la gente la viven amenazando con el cuento ese de acabar con la paz. Dígame, ¿cuál paz?, ¿cuál paz?, acá la violencia es pan de cada día. ¡Guerra!, la que vivimos los pobres, tratando de sobrevivir, intimidados por las fronteras invisibles y el toque de queda decretado por las bandas”.

Tomó su mochila, se agarró el pelo y bajó con ambas manos la camiseta desteñida. Antes de salir, apuntó: “No, me juzgue. Usted me buscó para que dijera mi verdad. ¡Esa es! No hay más que decir”. Dio media vuelta y regreso. “Corrijo, ¿será que las Farc hablan de esa verdad en la emisora de Ituango?”. Entonces, imitó un sonido de incredulidad que se perdió al atravesar la calle.