Reminiscencias del foro
Esta edición del Código Penal fue hecha por la Librería Editorial Temis, Jorge Ortega Torres en el año de 1.961. Está ajada, las páginas amarillas, subrayada, con múltiples anotaciones al margen. Fue mi herramienta de trabajo cuando en Manizales era fiscal de un Juzgado Superior y debía batirme en las audiencias públicas con penalistas marrulleros.
¡Qué tiempos aquellos! Era Caldas un areópago fastuoso de muy destacados penalistas. Fernando Londoño y Londoño, Hernando Lozano Palacio, Alfonso Muñoz Botero, Jorge Pinzón Urdaneta, Jaime Chaves Echeverri, Carlos de la Cuesta Betancur,Néstor Iván Ospina. Era yo magistrado del Tribunal, renuncié a tan honorífica posición, para hacerme nombrar Fiscal de un Juzgado Superior. Mi vocación no era la nómina, sino el aprendizaje para guerrear ante los jurados de conciencia.
Desfilan los actores. Londoño era florido, dueño de garbo exquisito, con adjetivada prosa judicial, sin mucha hondura en el manejo de la prueba. Hernando Lozano Palacio fue mi maestro. Fluído y elegante, con iracundias artificiales para hacer tremolar los sentimientos. Le aprendí el estudiado gobierno del expediente, el valor de una coma, o cómo un monosílabo puede definir la suerte del reo, el desarrollo metódico de la intervención, la exacta lógica para convencer, los altibajos emotivos, los suspensos, la mirada furiosa o su reflejo tranquilo, la manipulación de las manos, el éxtasis inspirativo alternado con una voz asordinada para propiciar la reflexión. Alfonso Muñoz Botero, ligeramente gago, bonachón en el estudio de las declaraciones, superficial en las conclusiones. Jorge Pinzón Urdaneta, lord en su atuendo, siempre llevaba un libro debajo del brazo. Era risueñamente cínico en la propaganda que colocaba en los teatros :”Si estás en la cárcel, Jorge Pinzón Urdaneta de ella te sacará”. Era soso y además rutinario. Carlos de la Cuesta Betancur, audaz y peligroso.Manejaba confianzudamente el testimonio, lo acomodaba, lo pulía y retorcía de acuerdo a sus intereses. Pinzón era habilidoso en los debates aunque epidérmico. Jaime Chavez Echeverri llegó a Manizales de sombrero coco y bastón. Pinchado y tieso. Inteligente, buen orador y muy recursivo. Luis Carlos Giraldo, teórico. Tenía una biblioteca abastecida de autores de derecho penal. Como litigante era lento, parsimonioso, y no le eran fieles las musas en el debate público. José J. González tenía la tez morena, sus cachetes parecían oteros pedregosos, de voz altisonante. Sorprendía cuando inesperadamente sacaba un machete y lo restregaba sobre el piso. Néstor Iván Ospina era un abogado jóven, exitoso en el ejercicio profesional, específicamente en los debates con jurados populares. Un cáncer lo batió.
Aquello era el tinglado de la sabiduría. Había que tener una espada flamígera, un pecho de aguante, y una cultura jurídica pronta para los repentismos. Las salas de audiencias en el Palacio Nacional se abarrotaban cuando debutaba un abogado de cartel. Eran muchos los ojos abiertos sin despabilar, tenso el ambiente con un aire espeso, controlada la respíración para no interferir el eco de mayor a menor intensidad que se ahuecaba sonoramente en el salón. Por las ventanas salía el retumbe orquestal de Londoño, la elocuencia lírica de Lozano, o el coraje locuaz de Chávez Echeverri.
Fue la gloriosa época de la audiencia pública con jurados de conciencia, abolida en el cuatrenio de Virgilio Barco, presidente tartamudo. Suprimiéndola, le amputaron la diligencia cumbre, en la que campeaba el cerebro avituallado de conocimientos, la locuacidad desgranada en relampagueos metafóricos, la interpretación sutil de las normas. Ahora, ¡qué horror! todos los abogados son penalistas. Intervienen apoltronados, sin ese colorido verbal de quienes conformaban el maravilloso teatro con ojos eléctricos, dedos vibrantes y garganta huracanada.
Siquiera se murieron los abuelos, dijo el poeta. Desaparecieron los dioses tutelares del foro. Adios Gaitán,alumno de Ferri, con manos encarbonadas que sabía manejar el ritmo de la palabra con dejo arrabalero, y el espacio abierto de su frente en donde brillaba una constelación científica. Adios Hernando Lozano Palacio, con su caminar vespertino al frente del Palacio Amarillo. Lo distinguía una franca sonrisa que en sus labios era dulzaina gratísima al oído. Adios Néstor Iván Ospina, hijo de la intelectualizada Salamina, aromatizado por lo vientos de San Felix, garganta airosa para liberar a los acorralados por la ley.
El espacio ahora es otro. Intervenga sentado, sea monótono, nada de elocuencias, sea breve en sus intervenciones, no cite a Carrara, tenga dejo rezandero, sea un desteñido litigante del montón.