23 de enero de 2025

Conmovedor adiós al último grecocaldense Omar Yepes lloró como un niño en el discurso de despedida del escritor César Montoya

5 de mayo de 2019
5 de mayo de 2019

El presidente del Directorio Nacional Conservador, Omar Yepes Alzate, se puso a llorar  -conmovido por la muerte de su amigo- y casi que no termina de leer el discurso de despedida a César Montoya Ocampo, en la tarde del sábado, en Prados de Paz, en Pereira. Su voz se quebraba constantemente por un llanto incontenible que le dio cierto dramatismo a la ceremonia. Yepes recordó que cada fin de semana, casi sin falta, lo llamaba a su celular Montoya Ocampo para preguntarle por el próximo periplo político.

Ayer se llevaron a cabo, en Prados de Paz, en Pereira, las exequias de Montoya Ocampo. A la ceremonia concurrieron, además de su familia, familiares, amigos y admiradores, excepto su señora esposa, Heroína Giraldo, quien se quedó en su casa por razones de salud. El escritor y periodista Miguel Álvarez de los Ríos, haciendo un esfuerzo sobrehumano debido a su avanzada edad y a los problemas de salud  que ha tenido en los últimos días, asistió al sepelio.

Miguel Álvarez de los Ríos (iquierda) en las honras fúnebres del penalista César Montoya Ocampo.

Llevaron la palabra Omar Yepes Alzate, Augusto León Restrepo y José Miguel Alzate. Los tres pronunciaron sentidas palabras sobre el penalista y escritor oriundo de Aranzazu, destacando sus virtudes como amigo, como escritor y como político. Eje 21 publica el discurso de José Miguel Alzate, columnista de El Tiempo. y EJE 21:


DESPEDIDA PARA CESAR MONTOYA OCAMPO

Por JOSE MIGUEL ALZATE

Despedimos hoy, en su viaje hacia la eternidad, a César Montoya Ocampo. ¿Cómo hacerlo cuando el alma está compungida, cuando el corazón está agrietado por el dolor, cuando la mirada queda entristecida ante el infausto suceso de su muerte? Tenemos entonces que sobreponernos a los sentimientos de tristeza, deshacer el nudo de dolor que aprieta el alma, dejar que el corazón cante las virtudes humanas de quien se fue para siempre, permitirle al sentimiento hacerle la despedida que nunca habríamos querido. Es que manifestar la desazón que nos produce la muerte de César Montoya Ocampo es como arrancarle al corazón, a tirones, frases que intentan expresar cómo fue su trasunto humano, qué cogitaciones espirituales acompañaron su existencia, cuál fue la sabia que nutrió su pensamiento. Empecemos.

¿Qué fue la existencia de César Montoya Ocampo? Nada distinto a un continuo trajinar sobre el lomo de la palabra. Desde sus años mozos, este hombre de quien hoy devolvemos a la tierra sus cenizas ofició como alquimista del lenguaje. Primero en las exposiciones que hacia cuando cursaba bachillerato, donde ya asomaba su pasión por los libros. Luego en sus primeros experimentos como orador, donde empezó a aflorar el tribuno magistral en que se convertiría con los años. Después con su presencia en el foro, donde como expositor magnífico dictó cátedra de buen hablar. Y al final de sus años con su pluma de finos destellos artísticos, donde se descubría a un escritor de brillante estilo literario. Los primeros discursos políticos los echó en Aranzazu, el pueblo que siempre llevó cosido al alma. Su brillo como penalista lo alcanzó en Bogotá, cuando empezó a actuar ante los jurados de conciencia. Y su trascendencia como escritor la alcanzó cuando asumió la publicación de una columna semanal en La Patria.

Cuando se analiza con sentido crítico la prosa de César Montoya Ocampo se debe hacer énfasis, sobre todo, en su búsqueda constante de la perfección idiomática. Para él era importante el cómo se escribe. Es decir, no se sentía contento cuando escribía una frase sencilla. La elegancia del buen decir campea en cada nota suya, se descubre en cada frase, se adivina en esa paciente labor de relojero que va como juntando palabras para darle sentido a la oración. Ahí radica, en parte, el encanto de su prosa. No es exagerado, entonces, decir que sus constantes lecturas de los autores clásicos le proporcionaron el bagaje intelectual para crear páginas de excelente factura literaria.

El estilo de César Montoya Ocampo se identificó por su refinamiento en la utilización del adjetivo. Fue el último exponente una escuela literaria que le dio lustre a Caldas, – los grecolatinos – de grata recordación por la contundencia en la elaboración de las frases, por recurrir constantemente a las citas de los autores griegos y latinos, por darle brillo a sus escritos con metáforas de alto coturno. Vivió aferrado a una forma de escribir donde predominan giros que le otorgan una extraña musicalidad a su prosa. Se quejaba de no poderse desprender de ese estilo coruscante que identifica gran parte de su producción intelectual. Aunque intentó despojarse de ese uso desmesurado del adjetivo, siempre en el fondo su prosa conserva ese ritmo característico que la hace orquestal. Para César Montoya Ocampo el adjetivo fue “lo que la corbata al vestido”: adornó su prosa, complementó su estilo, realzó su lenguaje. En sus palabras el adjetivo fue “Sal y azúcar, signo admirativo, fragancia y sabor, lúcido arco-iris”.

He hablado hasta aquí sobre su estilo literario, sobre su respeto por el idioma de Cervantes, sobre su compromiso con la palabra. Hablemos ahora del humanista, del pensador formado en múltiples lecturas, del penalista que hizo de la escritura una herramienta para moldear el espíritu. César Montoya Ocampo tuvo tres veneros literarios: Miguel de Cervantes Saavedra, José Saramago y Gabriel García Márquez. “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, de Cervantes Saavedra, fue su libro de cabecera. Tanto que lo leyó ocho veces. Lo mismo ocurrió con “Cien años de soledad”, de García Márquez. El “Ensayo de la ceguera”, de Saramago, lo leyó tres veces. Y descubrió a Isabel Allende. Su prosa, su claridad para contar los hechos, su ritmo narrativo, la fisonomía de sus personajes, lo apasionaron. Muchas veces discutí con él sobre la asombrosa influencia de “Cien años de soledad” en “La Casa de los espíritus”, la novela que catapultó a la chilena como escritora.

Ante los ojos de César Montoya Ocampo pasaron miles de libros. Era un lector meticuloso, de esos que investigan qué quiere decir una palabra que no conocen, que subrayan las frases que les parecen mejor construidas, que analizan el pensamiento del autor. Era feliz haciéndoles anotaciones al margen. Además, conoció, como pocos, la tragedia griega. Muchos de sus artículos están inspirados en las lecturas que durante toda su vida hizo de los autores griegos. De Sófocles desmenuza el contenido de “Edipo rey”, mostrándole al lector cómo Tiresias, uno de los personajes medulares de la obra, descubre “que es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació, así como asesino de su propio padre”. Sobre “La Ilíada” y “La Odisea”, de Homero, escribe artículos plenos de conocimiento sobre lo que ocurre en las obras. Nos cuenta cómo Zeus permitió que los Aqueos destruyeran la ciudad de Príamo, y cómo Aquiles huye cuando las aguas del río Escamandro amenazan con arrastrarlo. Otra cosa es la forma como describe a Cleopatra, la mujer de Julio César, cuando se pasea con su esplendor por las aguas del Nilo. Hay en esas descripciones una prosa exultante, manejada con alegría, donde la palabra adquiere fuerza poética para aproximarse a hechos y personajes que han marcado la historia.

“La muerte es sólo síntoma de que hubo vida”, escribió Mario Benedetti. Pero para un escritor es algo distinto, porque tiene una connotación existencial. Quien escribe busca el reconocimiento público, salir del anonimato, dejar una huella. César Montoya Ocampo la dejó, como ser humano y como escritor. Y, sobre todo, como hombre de fe. Alguna vez dijo: “Quien escribe, crea. Suya es la intuición, suyo el ojo mágico, suya la habilidad literaria para hacer malabarismos con las palabras”. En muchos de sus escritos se refirió a sus creencias religiosas. Dios fue para él una presencia constante en su vida. Sabía que el hombre debía tener la certeza sobre la existencia de un ser superior. Para él, ese ser era Dios. Sin caer en el misticismo, hablaba sobre él con una profundidad que asombraba. En San Agustín abrevó todo sobre su existencia. Como era consciente de que como escritor buscaba trascender, acuñó esta frase. “El anonimato es el ataúd de quienes jamás le dieron dimensión a su existencia”. César Montoya Ocampo no sólo le dio dimensión a su existencia, sino que trascendió también como pensador. Son muchas las frases de construcción mágica sobre la soledad, sobre la angustia, sobre la vejez, sobre el amor, sobre los libros, sobre la muerte que están en sus artículos como expresión de sus preocupaciones vitales.

Empezó a escribir en La Patria desde sus años juveniles. El primer artículo que el periódico le publicó fue una invitación a los jóvenes para que se comprometieran con las ideas conservadoras. Se lo llevó a José Restrepo Restrepo. Como el dirigente le dijo que lo publicaría al día siguiente, esa noche no durmió. Con varios amigos se fue a tomar aguardiente. A las cuatro de la mañana, amanecido, escuchó cuando el voceador venía vendiendo el periódico. Entonces corrió a comprarlo. Su alegría fue inmensa cuando vio por primera vez su nombre en letras de molde. Sin embargo, escribía en forma esporádica. Orlando Sierra Hernández, y quien les habla, lo convencimos de que escribiera una columna. Eso fue hace veinte años. Desde entonces no paró de escribir. Siete libros publicados: Prosas para un insomnio, La palabra contra el olvido, De aquí y de allá, Oda a la alegría, Memorias de Juan El Ermitaño, Navegante en tierra firme y Sinopsis de un hombre público, son prueba de su arraigada vocación literaria.

«Las batallas que se dan, los sorbos amargos, los desfallecimientos recurrentes, las enfermedades vencidas, y concomitantemente los propósitos, los alpinismos espirituales, el trajinar con un norte obsesivo, son condiciones ambiciosas del ser humano que busca la trascendencia», escribió en uno de sus últimos artículos este ser humano que fue amigo de sus amigos. Díganlo sino personas aquí presentes como Omar Yepes Alzate, Augusto León Restrepo, Ramiro Henao Valencia, Mario César Restrepo Hoyos, Danilo Zuluaga Gómez. Ellos saben, tanto como yo, quien fue este ser humano de extraordinarias cualidades intelectuales que hoy nos deja, quien fue este amigo de todos los momentos que nos buscaba para el diálogo enriquecedor, quien fue el César Montoya Ocampo desprendido que encontraba alegría departiendo con las personas cercanas a su alma. Como el mismo lo escribió, su recuerdo seguirá gravitando en nosotros después de muerto, como seguirá gravitando en su entorno familiar porque fue un excelente padre, un abuelo querendón, un buen esposo, un gran hermano, un tío admirado.