15 de enero de 2025

Al borde del abismo

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
5 de abril de 2019
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
5 de abril de 2019

Cuenta Juan Cruz que alguna vez Onetti y su esposa fueron a cenar donde el editor Jaime Salinas, apenas entrando Onetti advirtió que le gustaba mucho una lampara que usaba Salinas para leer; seguro era una lampara simple y útil, nada especial, algo que pudiera instalarse al pie de la cama o sobre el nochero abarrotado del escritor, cubierto de vasos usados, pañuelos desechables, libros medio abiertos, apuntes, medicamentos, mugre. Cuando ya se iban los invitados, Salinas pidió lo esperaran unos minutos, regresó después con la lampara envuelta en papel y se la obsequió al escritor.  El editor se despojó de su lampara para satisfacer al escritor.  Que encarte para Onetti, o para su esposa Dolly, que seguro era quien hacía las maletas.

En el universo literario es preferible que el editor sea un personaje semioculto que acepte no tener luz sobre su mesa, siempre que la tengan escritor y lector. Se le permitirá a cambio, en tal caso, cierto dandismo y el orgullo de ser el artífice del encuentro.

Otra historia: el diseñador Alberto Corazón sugirió a Jorge Herralde, el editor de Anagrama, publicar un librito de poco más de ciento cincuenta páginas conformado por cuatro cuentos escritos por Alberto Méndez. Méndez era un hombre vinculado al mundo editorial, había fundado en la década de los sesenta Ciencia Nueva y luego había trabajado para Grijalbo y Montena. Al igual que su padre, había sido traductor, sin haber alcanzado la importancia que tuvo este. Herralde desconocía que Méndez fuera escritor, y lo tenía en cambio -tan catalán él-, como parte del “paisanaje de los libros”. Corazón en cambio había escuchado las historias de Méndez durante sus salidas de pesca a las rías de Asturias y ante la noticia de su enfermedad lo apremió para que continuara con ellas. Una vez culminados los cuentos, Corazón entregó el volumen a Herralde para su lectura, que casi de inmediato decidió publicarlo. Poco después el escritor envió una carta al editor de Anagrama, más que agradeciendo, formulando “votos porque esto no cueste dinero”.  Sabía Méndez de las dificultades del mundo editorial y del alma de apostador de cualquier editor.  Pero el olfato de Herralde no falló, Los girasoles negros se convirtió en uno de sus mayores éxitos editoriales.

Méndez fue un escritor tardío. Su único libro fue publicado cuando tenía sesenta y tres años y murió pocos meses después. Cuenta el cineasta Gutiérrez Aragón -un escritor aún más tardío- que Méndez llevaba «muy discretamente la escritura porque lo consideraba un pecado de vejez, casi pidiendo disculpas por irrumpir tan tardíamente”.  Y sin duda debía pedir disculpas, por importunar a ese grupo de niñatos que casi siempre componen exclusivamente el panorama literario y para quienes Anagrama, justamente, era territorio de jóvenes escritores iconoclastas.  Para colmo, además, Méndez era un hombre común y corriente que manifestaba con cierta vehemencia sus ideas políticas de izquierda, mientras llevaba su vida con delicado sibaritismo y buen humor. «Mi vida ha sido, y así pretendo que sea, una vida oscura y oscurecida por mi dedicación al trabajo y a la familia. El resto ha sido mi militancia política, la clandestinidad, y una obcecación tan fracasada como enfermiza por contribuir a la caída de la dictadura. Lo malo es que, además de no caer, me arrojó encima toda la excrecencia que dimanaba«, escribió alguna vez en un correo electrónico dirigido a un amigo. Por fortuna, debe decirse, esa dictadura lo salpicó de tal manera que terminó escribiendo los memorables cuentos de Los girasoles negros. Basta con abrir el libro en cualquier página para leer un párrafo casi perfecto. Los cuentos fueron construidos con el esmero de quien ha escogido y pesado cada palabra a lo largo de mucho tiempo y, presiente que es lo último o lo único que escribirá. No obstante Herralde, dada la condición novel y a la vez terminal del autor,  bien podría haber dejado pasar el libro y dar una palmada en la espalda a sus amigos; en tal caso no sabríamos nada del Capitán Alegría o del lubrico Hermano Salvador.

Lali Gubern, el otro artífice de Anagrama, preguntó alguna vez a los editores de Sexto piso por la razón del nombre de la editorial, “antes de trabajar en una oficina o tener un trabajo rutinario montamos una editorial y si no funciona nos tiramos desde el sexto piso”, respondieron. Acantilado, fue el nombre que escogió el profesor Jaume Vallcorba, para su editorial.  Un editor verdadero estará al borde del abismo, o en una eterna caída libre como el hombrecito del emblema de Sexto Piso, es su destino, y no puede ni debe esperar más.

Manizales, abril 5 de 2019.