28 de marzo de 2024

Palabras en el barrio de los acostados

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
8 de marzo de 2019
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
8 de marzo de 2019

QUERIDOS SOBREVIVIENTES:

Primero que todo, los que están moqueando y lagrimeando por mí, bájense de esa nube. Hay cosas más divertidas qué hacer. Además, tampoco es para tanto. Un muerto más es apenas un vivo menos. Y pare de contar.

Si todos nos hemos de morir, entonces el asunto no es tan grave, leí por ahí en una vieja revista de peluquería. Morir no es más que cambiar de vestido. La parca nos nivela a todos por lo horizontal.

Por fin me tocará indagar en carne propia si lo malo de la muerte es que es para toda la vida.

Menos mal que la pelona no me tomó de sorpresa del todo: todos los días, al dormir, hacía el cursillo. Lo hacemos todos. Cuando estaba chiquito creí que los únicos que se morían eran los demás. Veo que por lo menos yo no fui la excepción. También, para practicar, de vez en cuando me levantaba “aceptablemente póstumo”, copiándome de Gesualdo Bufalino.

Empiezo a saber cómo es el rollo éste de estar del otro lado del tiempo. O de la luz. Morir para contarlo.

No creo haber dejado mucha plata debajo del colchón porque a mí  Dios la plata me la dio en gente: familiares, amigos, colegas. Una esposa que se pasó conmigo y dos hijos encantadores – e íntegros, valga la cuña-. Y cuatro nietos que son la locura. Estoy orgulloso del mal ejemplo que les dí.

Confieso que he vivido y sobre todo que he «morido». Tenían  razón quienes afirman que  lo peor de la vida no es la muerte, sino la “morida”, esos momentos eternos que anteceden a toda partida.

Nunca le tuve bronca a la vida. Vivir fue mi verbo. La vida, mi sustantivo. Lo demás es adjetivo.

Si no fui leal con mi oficio de reportero, creo que necesitaré una segunda oportunidad con el alias de reencarnación. En defensa propia diré que no lo hice mejor que éste o aquel colega. Procuré hacerlo distinto. Y éticamente, aunque alabanza propia es vituperio, decía mi madre. Eso sí, de los oficios que me tocó realizar, el de reportero saca la cara por mí. Un  buen reportero es capaz de cualquier cosa dentro del periodismo. (Modestia, apártate).

Tuve la mejor de las riquezas: en vez de tener mucho, necesité poco, como ordenaba San Agustín después de partir cobijas con Flora Emilia quien le dirigió esa estremecedora carta-ficción contenida en el  libro “Vita brevis” en la que le puso los puntos sobre la i de su nombre.

Nunca me propuse cambiar el mundo. Espero haberle arrancado una sonrisa. Un día sin sonrisa es un día perdido, dijo Chaplin, quien “era todos los domingos del mundo”. Espero que no esté muy caro el boleto de entrada para  conocerlo más allá de las estrellas.

Eso sí, me habría gustado haber visto más atardeceres, como lo sugiere un poema que anda suelto por ahí. Pero el hombre propone y mi Dios … cate que no la ví. (A propósito, no he visto a Dios todavía. ¿Será que se me está escondiendo? ¿O sería que me condené?).

No tuve superávit de amigos. Pero los tuve muy buenos. Espero no haberles fallado. Tampoco a mis enemigos que me animaron la velada. (No creo haberlos tenido, la mentira sea dicha). Muy agradecido con todos.

Pido perdón a quienes les haya podido pisar los callos. Fue con mucho gusto.

Copiándome de un personaje de Papini, pediré una licencia para volver a contarlas cómo es el batido por estos pagos.

Aquí entre nos y que no salga del universo, pero me  habría gustado haberme dado más a mi prójimo. Servir es lo único que queda. Lo leí en las Memorias de Adriano que me habría gustado escribir. No di para tanto. Fui corredor de distancias cortas: Cero  novelas, nada de cuentos, uno que otro poema de dos pesos. Y hasta luego el amigo.

No me traje nada para este lado del susto. Ni mi colección de ajedreces, ni mi tanda de diccionarios que me ayudaron a ser un poco menos bruto en el manejo del idioma, mi herramienta de trabajo.

Apenas voy entendiendo lo que dice el libro gordo de Dios: Vanidad de vanidades…

Muerto que se respete debe ser breve como una muerte repentina. Ya no tengo que lucirme delante de la visita. No tengo que esforzarme por ser importante. Empiezo a disfrutar mi cómodo y horizontal anonimato. Al fin y al cabo, el muerto al hoyo y el vivo a la olla. No les quito más tiempo.