28 de marzo de 2024

Una acuarela llamada Versalles

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
20 de septiembre de 2018
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
20 de septiembre de 2018

Óscar Domínguez

El corregimiento de Versalles, en Antioquia, tiene a sus pies el municipio de Santa Bárbara y más abajo ese mediterráneo de carriel y ruana que es el puerto de La Pintada; su guardaespaldas geográfico es el Alto de Minas. Versalles vive güete de lindar con Montebello, mi terruño.

Foto, casa donde vivimos en Versalles, Antioquia

Con todos comparte adecuada y equitativamente el paisaje pintado por Dios los días compensatarios. O en los puentes.
A la parroquia de Versalles, tierra fácil para el paisaje, le dicta la metáfora del desorejado Van Gogh, citada por el japonés Kirosawa en uno de sus espléndidos Sueños: «El paisaje se pinta solo».
«Antes no veía el paisaje colombiano», dijo alguna vez el pintor Gonzalo Ariza a su regreso del Japón. Mientras no se me demuestre lo contrario, diré que se refería a su analfabetismo sobre el paisaje de Versalles, dotado de hermosos arreboles en su salsa vespertina.
Dicho sea plagiando a José Asunción Silva, Versalles es «una sola calle larga» que aparece sobre todo en las vueltas a Colombia.
Este pedazo de tierra que es una postal que se niega a dejarse poner al correo, debería cobrar impuesto estético a los turistas que lo frecuentan desde siempre, mejoran el currículo conversando con su gente, disfrutan de su clima amañador que podría ser exportado, preguntan dónde vivían las Corrales, indagan dónde residen los Villada, almuerzan y comen bien trancado en los restaurantes del sector, y luego se van.
Si se piensa adjudicar una orden de Boyacá en urbanidad, habría que empezar por Versalles que durante años ha recibido turistas y pasajeros en la sala. En efecto, todos pasan por la mitad de su plaza principal que es la sala de recibo de los pueblos. Sólo falta el retrato del Corazón de Jesús y se acabó.
Pero si no hay Sagrado Corazón, hay una bella iglesia donde se amañan los ateos de fin de semana.
Como serán de educados que ningún versallense ha exigido que se firme otro tratado de Versalles para que se les construya una variante a fin de disfrutar la intimidad a que tienen derecho.
Hay paisajes que nos persiguen de por vida. El de Versalles es uno de ellos para quienes hemos tenido el privilegio de haber vivido y soñado en su jurisdicción.
Generalmente, la mitad más uno de los ángeles de la guarda de los ciclistas de las vueltas a Colombia pasan por allí con la lengua teológicamente afuera.
Para un ciclista exhausto, Versalles es como una aparición de la Virgen, un oasis de pavimento fácil sobre la cuesta. Allí se toma un segundo aire antes de trepar al último piso del rascacielos (Minas) que ha enterrado -o inventado- más de un prestigio.
De Versalles data mi primer asombro pues allí abrí por primera vez los ojos a la vida después de que la cigüeña me depositó en tierra firme montebellense, previa la cuota certera de papá y mamá.
Uno nace y hasta ahí vamos muy bien. ¿Pero cuándo tenemos conciencia de que estamos vivos? Cualquier día aparecí de repente en la vida.
En la primera imagen que tengo de mí como terrícola, me encuentro perplejo y de pantalón cortico mirando a los ojos a un espantapájaros que monta guardia en la huerta exuberante de nuestra casa en Versalles, en la salida para Santa Bárbara. (Si los pájaros supieran que los espantapájaros no rompen un plato, que son pacifistas perpetuos, sin voz y sin voto, se acabaría el cutupeto o cutucutu o miedo que sienten por ellos).
Desde cuando andaba con el alma de calzón cortico, soy solidario con los espantapájaros y con Versalles que tiene en Francia una ciudad y un palacio con el mismo nombre. ¡Copietas!
Esa ciudad francesa creció alrededor del Palacio construido por el Rey Sol, Luis XIV, quien no permitía que se ocultara el sol sin el visto bueno de la querida de esa noche. Lo mismo le sucede a Versalles: sólo consiente que se acabe la tarde después de un concierto de paisajes hechos a base de nubes, colores y viento.