18 de abril de 2024

EXPLOSIÓN

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
17 de agosto de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
17 de agosto de 2018

Víctor Hugo Vallejo

Todos quedaron despiertos al mismo tiempo. Todos se preguntaron qué había pasado. Nadie entendía que los había despertado tan abruptamente. Vino la oscuridad total.En medio del desconcierto encendieron velas y se siguieron preguntando qué había sucedido.
Nadie tenía la respuesta, pero todos deducían que algo muy malo había ocurrido. Quienes se asomaron a la calle vieron enormes columnas de humo esparcidas en el espacio, en medio de la oscuridad. En ese momento comenzó el miedo. Un miedo oscuro, indefinido, tenebroso. Ya tenían la seguridad de que algo muy grave había sucedido, pero nadie entendía exactamente qué. Ese miedo se fue convirtiendo en terror. Ya algunos pocos eran capaces de entender, y contar, lo sucedido: un gran estruendo, una gran explosión los había despertado. Si había sido una gran explosión, la pregunta que seguía era: ¿y que explotó?

Fue la madrugada más larga que haya vivido Cali en toda su historia. Como si las horas no se movieran. Como si los relojes se hubiesen detenido. Comenzaron a llegar las noticias, poco a poco, hasta saber que había explotado una gran carga de dinamita en las instalaciones de la III Brigada del Ejército Nacional.

Y nada más. La radio comenzó a informar, con el cuidado de no ser sometida a la censura vigente en ese momento.

Alguien cruzó por parte de la enorme cantidad de escombros que a la luz del día se ofrecía como una visión de bombardeo de guerra, en el sector de la calle 25 con carreras 2 y 3. Ellos conocieron el horror en forma real. En lugares como la plaza de Caizedo, la iglesia de san Nicolás, en el barrio del mismo nombre, la iglesia de santa Rosa en el centro histórico de la ciudad, vieron pedazos de piernas, dedos de manos, zapatos con su contenido adentro, trozos de materiales de construcción, tablas de madera clavadas a las paredes como cuchillos hirientes.

Cali estaba en medio de la tragedia más grande de su historia. Un testigo mudo, que concluyera sus días de servicio en ese mismo momento, fue capaz de indicarles a todos que la explosión había ocurrido a la 1.07 de la madrugada del martes 7 de agosto de 1956, Era el único dato exacto del hecho, hasta ese momento, indicado en un reloj de pared que allí terminó su vida útil.

Los diarios de entonces hicieron ediciones extraordinarias, con informaciones fragmentarias y muchas gráficas. El contenido noticioso debía limitarse a lo que dijeran los boletines oficiales expedidos por la jefatura militar y civil del Valle del Cauca, que era la encargada de indicar que se informaba y que no se informaba, pues se vivía la más férrea censura de prensa del siglo XX, impuesta por un régimen para el que “el buen decir, solamente era posible en decir bien del gobierno”, como lo expresara algunos meses después Alberto Lleras Camargo.

La radio seguía informando, pero más con sentido humanitario y de solidaridad por encima de información sobre hechos concretos, causas, desarrollos o consecuencias, por el temor de ser apagada por orden de esa jefatura que en esta área estaba dotada de las más amplias facultades para estrangular la libertad. La radio, en esos días, estuvo dedicada al servicio de la comunidad en sus necesidades más urgentes, por encima del ejercicio periodístico de informar. La solidaridad, aunque tuviese rostro de información, no fue posible silenciarla. Fueron días de consagración de la radio como instrumento de apoyo y respaldo a quienes todo lo perdieron en una explosión que nunca lograron entender, ni en sus causas, ni en sus consecuencias.

Esa noche la tragedia atentó contra la vida de muchas personas (nunca se supo cuantas), contra el desarrollo de una ciudad pujante, pero en especial contra la libertad de saber lo verdaderamente ocurrido.

Fue una noche en la que Cali supo cómo se trasforma el miedo en horror.

Esa fecha marca un hito determinante en lo que llegaría a ser la ciudad de Cali de hoy. l Fue una antes de ese hecho y otra después. Como habría de serlo, también, con otro acontecimiento trascedente, como fue la celebración de los VI Juegos Panamericanos, en 1971.

Al atardecer del lunes 6 de agosto de 1956 llegaron a la ciudad 10 camiones militares cargados con 54.000 kilos de dinamita, procedentes de Buenaventura, que habían transitado durante un largo y pesado trayecto por la hoy denominada vía Simón Bolívar, único carreteable de entonces entre ambas ciudades. Los conductores y sus acompañantes venían cansados. La jornada era larga, por una carretera sinuosa de diferente topografía, en unos vehículos que no eran exactamente sinónimo de comodidad. En un momento determinado se pensó que la caravana descansara un poco y siguieran su recorrido, pues su destino final era Bogotá, ya que la carga de dinamita estaba destinada para el Ministerio de Obras Públicas, para la apertura de carreteras en los Departamentos de Antioquia y Cundinamarca.

Los conductores se negaron a continuar el camino, por físico cansancio. Estacionaron los vehículos frente a las instalaciones del Batallón de la Policía Militar, que estaba a continuación del Batallón Codazzi y de la III Brigada, junto a las bodegas del Ferrocarril.
Algunos oficiales del ejército, entre ellos el teniente Eduardo Vicuña, llamaron la atención del enorme riesgo que significaba el estacionamiento de los vehículos en el lugar, con tan fácil acceso al publico, en una zona popular, donde existían varios bares y cantinas de la bohemia tradicional, siete hoteles populares, una plaza de mercado y un teatro. Siete de los camiones fueron llevados a los patios de las bodegas del ferrocarril, en la parte posterior de esta edificación, un poco a espaldas del cementerio Católico Central de la ciudad.

Y en este dato surge uno de los grandes interrogantes que aún no han sido resueltos en este asunto: eran 10 camiones. En los patios se estacionaron 7 de ellos. ¿Que se hicieron los otro 3 camiones? Una pregunta para una respuesta nunca satisfecha. ¿O acaso no fueron 7 los que explotaron, sino los 10? ¿Por qué cambiar la cifra? ¿En que se modifica la situación por este cambio de cifras? El dato sigue sin resolverse. Históricamente no existe ninguna prueba que permita decir que no fueron 7 los vehículos que fueron objeto del estallido con su carga mortal.

La carga de dinamita estuvo a punto de no llegar a Cali. Cuando se desplazaba de Europa a Colombia, en altamar, una fuerte tormenta azotó el buque “Ciudad de Cuenca”, en el que se transportaba y el capitán estuvo a punto de dar la orden de arrojar el contenido de su carga al mar, para evitar una explosión en el momento en que algún elemento de la embarcación pudiera producir alguna clase de fuego, posible detonante de ese material. La tempestad amainó y eso hizo que la carga llegara a Buenaventura en forma normal. Allí fue cargada por personal del ejército, por razones de seguridad y ubicada en camiones militares, los únicos autorizados a realizar esta clase de transporte.

Entre las investigaciones que se ordenaron oficialmente, en noviembre de 1956, es decir tres meses después, el Coronel Alfonso Ahumada Ruiz, indicó, en un informe secreto, que al perder la reserva oficial por el paso del tiempo se ha podida conocer, que las causas de la explosión habían sido las diferentes violaciones al protocolo de transporte de carga peligrosa en que se había incurrido en ese viaje del material. Algunos de los pasos incumplidos de ese protocolo, fueron el haber estacionado en lugar poblado, el hacerlo en lugar de alta temperatura, de no contar con personal de relevo de los conductores, a fin de no interrumpir la jornada de viaje.

El informe reservado se ocupó, entonces, de elementos de regulación, pero en poco o nada se remitió a los hechos esenciales; quien dirigió la investigación, estaba marcado desde el inicio por el concepto de su superior, el Presidente de la Republica, general Gustavo Rojas Pinilla, quien en esa misma mañana del 7 de agosto se apresuró a contarle al país que el caso no era más que el producto de un atentado de la oposición (Maduros ha habido siempre) y por tanto no dudó en expresar:

“… ojalá las personas de bien vivan en constante vigilancia como desvelados defensores de la patria, para que quienes están en permanente y perverso maridaje con los peores enemigos de nuestra nacionalidad, no continúen armando con sus pactos y campañas subversivas y calumniosas, las mentes y brazos de los que solamente buscan y ansían que Colombia vuelva a los peores tiempos de su historia”.

Cuando hace referencia a “pactos”, está colocando en el contexto de su expresión ante la Nación, el denominado Pacto de Benidorm, ya suscrito entre los jefes de los partidos tradicionales liberal y conservador, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez Castro, que desde ese momento se propusieron liderar la campaña (la otra referencia) para derrocar a Rojas del poder.

El mensaje era cifrado, pero el entendimiento llevaba a culpar de los hechos a la oposición, por entonces creciente y convertida en una ola de opinión imposible de detener. El gobierno ya tenía el sol a las espadas. Para este, el hecho no era más que una muestra mayor de terrorismo. No culpó a nadie en particular, pero le hizo entender al país que esa ciudad donde habían emisoras clandestinas (algunas de ellas operaron desde el Hospital Departamental) en las que se oían con frecuencia arengas de oposición y se suministraban informaciones de los hechos del régimen que no era posible divulgar por los demás medios de comunicación, en que los enfrentamientos entre las fuerzas del orden y los manifestantes, en especial con los estudiantes y profesores del Colegio Santa Librada, eran el lugar exacto para generar el caos, el desorden, el miedo, la muerte y el terror.

Llegar a saber la verdad de lo ocurrido a partir de la versión oficial del gobierno de turno, se tornó, entonces, imposible. De ahí se deduce el porque los informes que se dieron respecto a las investigaciones no pudieran ir mas allá de la identificación de cuestiones reglamentarias, pero sin llegar jamás a las causalidades eficientes de lo ocurrido. La primera víctima de la explosión del 7 de agosto de 1956 en Cali, fue la verdad.

Desde el diario de respaldo, con financiación totalmente oficial, irrestricto del gobierno dictatorial, “El Diario de Colombia”, no se dudó en editorializar:

“No creemos que un hecho de tal magnitud se presente fortuitamente. Mucho menos en estos días en que la furia de algunos jefes del liberalismo ha amenazado al gobierno con protagonizar hechos que hagan tambalear la estabilidad del régimen de las Fuerzas Armadas”.

El señalamiento que de la oposición hizo el gobierno como autora de la explosión de Cali, no dio el resultado esperado por este, pues la gente no lograba entender lo sucedido. Pasaban los días y no se conseguía saber la verdad. Lo único era la gran tragedia que se vivía. Miles de familias se quedaron sin techo. Cientos de muertos fueron sepultados hasta sin la posibilidad de una pobre cruz en la que se dijera su nombre. Miles de empleos se perdieron en los negocios y pequeñas industrias que fueron borrados por la dinamita.
La oposición no calló. Al contrario, arremetió contra el gobierno y en una hoja volante que circuló por todo el país, consultada ahora a través del Archivo de la Presidencia de la Republica, Alberto Lleras Camargo dijo:

“Cuando con todos mis compatriotas estaba horrorizado y adolorido por la inmensa tragedia de Cali, y sólo me había atrevido a lamentar la tremenda imprudencia de permitir contra la seguridad, que se acumularan en un sitio poblado materiales para tamaño estrago, he oído con la más profunda sorpresa y auténtico escándalo de patriota, que el señor Presidente de la Republica, se anticipa a explicar la tragedia nombrando en su comunicado como responsable de ella a quienes hemos venido trabajando por la pacificación de los partidos y de Colombia con actos públicos como el Acuerdo de Benidorm entre el señor Laureano Gómez y yo. Y digo que es motivo de escándalo porque es simplemente escandaloso que cuando apenas se anuncia que va a abrirse una investigación, el Presidente de la Republica en cuyas manos se acumulan todos los poderes, inclusive el judicial, ya da por conocido su resultado y señala asombrosamente a los políticos que no participamos de sus ideas y procedimientos de gobierno y que los combatimos con los escasísimos recursos que nos ha dejado libres, en forma equivocada, que no debía emplear un Presidente, ni un militar, como si estuvieran vinculados a la causa de la tragedia. Al dolor inenarrable que me produce la tragedia de Cali se suma en mi tribulación el espanto de estar gobernado de esta forma. Estoy esperando que el Presidente envíe sus jueces y sus policiales a detenerme para corresponder a la inaudita afirmación que ha hecho pública, en una inconcebible explotación política del más grande dolor y confusión que hayan tenido los colombianos en estos últimos días”.
Las tragedias, la muerte, la necesidad, el destecho, el hambre no saben de colores políticos. Nunca han sabido. Menos de oficialismo y oposición. Pero mientras las necesidades que dejara la gran explosión se hacían más patentes y agudas, la discusión se centró en esa confrontación.

Las cifras de muertos, de heridos, de daños, de destrucción, de pérdidas económicas siempre fueron manipuladas. Hubo quienes intentaban hacerlas menos espantosas (¿por sentimiento de culpa?) y quienes querían presentarlas como las más determinantes (¿por deseos de desprestigio del contrario?). Con esto se sacrificó, de nuevo, la verdad del hecho.
La construcción de esas estadísticas partió de una base falsa: en ese momento no se contaba con un censo poblacional actualizado de la ciudad y mucho menos con un registro adecuado de inmuebles que componían el área urbana, tampoco un tegistro de orden comercial, hotelero, de industria y pequeña industria asentadas en el sector, como para, por lo menos, por sustracción de materia, poder llegar a cifras que en algo se acercaran a la verdad. Sin datos antecedentes que permitieran sustentar los que se pretendían establecer, bien difícil, por no decir imposible, era llegar a conclusiones ciertas que dejaran al descubierto el tamaño de la tragedia en sus efectos y consecuencias de todo orden.

Se han dado muchas cifras. Ninguna de ellas es creíble. Se habla, entonces, en algunas de ellas que esa madrugada murieron 427 personas, que 2.144 resultaron heridas, a ninguno de ellos se le hizo un seguimiento para saber de su mejoría o resultado final, que 2.500 trabajadores quedaron cesantes, que hubo 41 manzanas urbanas completamente destruidas, igualmente que 32 manzanas quedaron semidestruidas y 10 averiadas. También se dijo que en total fueron 345 inmuebles los destruidos de manera total. 980 quedaron en estado de ruinas. Las pérdidas se calcularon en lo económico en 200 millones de pesos.

La explosión borró las instalaciones de los hoteles populares denominados Rio, Lucero, Amazonas, Los Santanderes, Belmonte, Manizales y Berlín. Igualmente fue borrada la plaza de mercado Belmonte. Así mismo fue completamente destruido, y nunca renació, el teatro Roma.

En el sector abundaban los bares populares, a donde acudían los bohemios de entonces, a desfrutar de sus tragos y la compañía de las denominadas Meseras, quienes luego de terminado su turno de trabajo hacia las 12:30 de la noche, se iban en compañía de sus pretendientes a esos hoteles mencionados, en cuyas ruinas fueron encontrados muchos cuerpos de parejas unidos en un acto de amor final..

Mediante el decreto 1893 de 1956 el gobierno nacional creó La junta Nacional Pro Damnificados, a la que hizo entrega de diferentes instrumentos de ayuda y apoyo a los necesitados. En sus acciones de ayuda, para asignarlas pesaba más la simpatía o antipatía con el gobierno, que le necesidad cierta.

Con el decreto 1933 del mismo año se quiso regular un plan general de vivienda para los damnificados, a la vez que las obras de reconstrucción de las redes de servicios públicos domiciliarios, con aportes económicos del Departamento del Valle y el Municipio de Cali.
Con otras disposiciones del mismo tenor se dispuso que los bancos oficiales, en especial Cafetero y el Central Hipotecario, abrieran líneas blandas de crédito a favor de quienes habían perdido sus bienes en la explosión, especialmente para el sector productivo con sumas que llegaban hasta $5.000.oo

El gobierno venezolano se comprometió a auxiliar en vivienda a un grueso número de personas y esto fue el origen del edificio República de Venezuela, diseñado y construido según planos y estructuras ya aprobadas en la ciudad de Caracas en programa de vivienda popular. Pocos, muy pocos fueron los realmente damnificados que pudieron obtener vivienda en este lugar. Muchos, bastantes, los amigos del gobierno que fueron censados como damnificados y llegaron a vivir al lugar, para en poco tiempo proceder a arrendar los apartamentos como negocio heredado de sus simpatías con la dictadura.

Un conjunto de casas metálicas que el gobierno de Canadá había enviado a Colombia, para socorrer a personas humildes de Tumaco, fueron ubicadas en los predios aledaños al barrio Villanueva, cercano a la actual autopista suroriental, con las que se conformó el barrio Aguablanca, de las que ahora no queda sino una en original a como las entregaron. Esto fue posible porque las autoridades de Tumaco no recibieron la donación en razón al clima cálido, pues dado su materia se hacían habitacionalmente insoportables a la orilla del mar.

En el norte de la ciudad, igualmente, la familia Buena Madrid hizo la donación de grandes extensiones de tierra de las que habían constituido la hacienda la Flora, por donde hoy día es la calle 34 con carreras 2 y 4. Se construyeron apartamentos, que al final tampoco quedaron en manos de los damnificados.

Esa madrugada del 7 de agosto de 1956 Cali supo lo que era el miedo. Después supo que el miedo se puede convertir en terror. Y más adelante supo que al final todo no era más que el horror. El dolor fue inmenso. Se confundió entre todos y les hizo lamentar una tragedia que todos pudieron captar en los efectos de la destrucción, en el enorme foramen que quedara en el lugar donde estaban estacionados los camiones, que alcanzó un diámetro mínimo de 41 metros y máximo de 52, con una profundidad de 9 metros. Todos supieron que era la necesidad, que era la miseria, que era el hambre.

La intensa lucha política de entonces casi envió a un segundo plano la tragedia. La intensidad que iba cobrando la campaña de oposición, los constantes movimientos de protesta en todo el territorio nacional, la directa intencionalidad de la clase dirigente de desalojar del gobierno a quienes presentaron en 1953 como el salvador de la Patria, dejaron de lado la tragedia de Cali, sobre la cual iba cayendo el olvido, sin que nadie se lo hubiese propuesto como meta. Hubo más interés en la discusión planteada desde un comienzo, que en la atención adecuada a las secuelas de la catástrofe mayor en la historia de la ciudad. En su reconstrucción, producto del trabajo dedicado de los individuos, por encima de las instituciones, la urbe no volvió a ser la misma. La zona cambio de vocación y la explosión se fue ganando el olvido.

La estricta censura de prensa, que había por entonces, dio al traste desde el comienzo con la verdad de los hechos. Por eso, ni siquiera la historia es capaz de asirlos en debida forma. Nunca su supo exactamente la causa eficiente que detonó la gran explosión. No conocer el origen de lo que ocurrió.atenta contra la historia del hecho.

En la más grave de sus tragedias a Cali practicamente la dejaron sola. Sola sin la verdad. Sola con el olvido que sobre el hecho se fue construyendo poco a poco. En lo que hasta a la misma ciudad le cabe un tanto de culpa, porque cuando el 10 de mayo de 1957 fue derrocado el gobierno del dictador Gustavo Rojas Pinilla, desde aquí se gritó, se cantó y se reclamó que la explosión del 7 de agosto había ayudado a desgastar al gobierno, para que se debilitara hasta el punto en que fue imposible mantenerse en el ejercicio del poder, a pesar de los ingentes esfuerzos que el general hizo en ese sentido. Cambiaron la tragedia por la política y con ello se ayudó a enterrar la verdad y construir con más fuerza el olvido.
Desde el comienzo el gobierno tuvo la plena intención de ocultar la verdad. En respuesta la oposición tuvo más interes en la defensa de sus políticas y su propósito golpista. Construir la ausencia de la verdad y el inicio y consolidación del olvido, fue cosa fácil.