Un alcalde madrugador
Por: Gustavo Páez Escobar
(Nota publicada el 24 de septiembre de 1975, siendo alcalde Bogotá Luis Prieto Ocampo, la que se reproduce como homenaje a su memoria –42 años después–, con motivo de su muerte en la misma capital del país).
«Al que madruga, Dios le ayuda», debe ser una norma de trabajo del nuevo Alcalde de Bogotá, quien de entrada ha dispuesto que el horario para todas las dependencias de la administración se adelante media hora. El doctor Luis Prieto Ocampo, hombre laborioso, sabe que el tiempo bien aprovechado es factor de progreso, y así lo comprueban las actividades en las que le ha correspondido desempeñarse. Pasa ahora de la empresa privada, de la que es un líder comprobado, al complejo campo oficial, a donde llega convencido de que los rodajes públicos, para que caminen, requieren una buena lubricación.
Bastante diferencia encontrará entre sus anteriores posiciones, movidas por los resortes de la dinámica y de la eficiencia, y este enredo de la capital del país, donde todo es lento, torpe y caótico. No ignora él que para enfrentarse a semejante compromiso debe, ante todo, inyectarle a su administración una fuerte dosis de rendimiento que se traduzca en un mayor sentido del deber por parte de cada uno de sus colaboradores. Y, como primer paso, los pone a madrugar más. Pero lo más importante no consiste, desde luego, en la presencia física del funcionario en su puesto de trabajo, sino en su disposición de servir a conciencia los requerimientos del cargo.
En Bogotá, más que en ninguna de nuestras grandes ciudades, cualquier diligencia es complicada y penosa, y a veces imposible. Se vive bajo la tiranía del reloj y a merced de los abusos de todo orden con que se comportan los funcionarios públicos, grandes y pequeños, en su inmensa mayoría, que son los principales causantes de que nuestra flamante metrópoli se haya convertido en la antesala del infierno. Se atiende de afán y a medias, con descortesía y con despotismo.
Los empleados permanecen ausentes de su sitio de trabajo, y cuando no lo están, les parece más cómodo distraerse con el crucigrama, la tira cómica o la interminable charla telefónica, antes que prestar un minuto de atención al sufrido e indefenso ciudadano que ha tenido que recorrer la ciudad o el país por el detalle más insignificante, para encontrarse con que, de todas formas, debe repetir el itinerario porque el jefe no ha llegado, o no puede atenderlo, o «está en junta», o no ha tenido tiempo de estudiar el caso. En definitiva: la ineficacia, el desgreño, la irresponsabilidad.
En Bogotá, señor alcalde, usted muy bien lo sabe, no hay paciencia para nada, no se conoce la amabilidad, y a todos nos regañan, con mayor razón a los provincianos, que somos torpes para movernos por estas calles endiabladas y por estas oficinas deslumbrantes, pero vacías de calor humano. Usted, por fortuna, también es provinciano, y va a tener que defendernos. Ponga a sus colaboradores, señor alcalde, a madrugar, pero antes exíjales buenas maneras y aconséjeles que tengan mesura. Castíguelos cuando sean indolentes y prohíbales que asistan a tanta junta. Y destitúyalos cuando cumplan el oficio a medias.
¡Bogotá, linda ciudad, la de la carrera, el mal genio, el infarto! ¡Laberinto indescifrable, sin pies ni cabeza! ¡Chicago monstruoso, donde peligran la cartera y la vida! ¡Ciudad vertiginosa, que despersonaliza y apabulla!
Pero todos la queremos, todos la deseamos y a todos nos duele. El dolor no es solo físico, sino sobre todo sentimental. La queremos más ordenada y menos asfixiante, más amable y menos esquiva, más esplendorosa y menos huraña. Amáñese, señor alcalde, usted que llega con ese carisma de sus virtudes y de su raza paisa; usted que ha hecho prodigiosas transformaciones en otras latitudes; usted que no le tiene pereza a madrugar; usted, en fin, que ya se lanzó con alma a este rompecabezas. Queremos, ante todo, una ciudad humana. Y usted no es hombre que retrocede.