28 de marzo de 2024

Para no morir de soledad

22 de febrero de 2018
22 de febrero de 2018

Esperanza Jaramillo

               Atardece y la luz desciende lentamente sobre las sombrillas de cobre de los almendros; los contornos de mi jardín se tornan difusos y un golpe corto y seco me devuelve al tiempo preciso. Una abeja se ha estrellado contra el vidrio; escapó del panal que, con cierto temor, he visto crecer día tras día, en el alero del guayacán amarillo. El viento lo sacude, no me atrevo a acercarme. Pero ¿qué hacer?, me pregunto. Imposible destruirlo, acabar en un instante con tantas vidas, quizás sesenta mil u ochenta mil. ¿Y dónde quedaría el trabajo de las obreras incansables, que empiezan su labor con los primeros rayos del sol, hasta que anochece? No me atrevo a invadir su aldea. Es probable que la reina duerma tranquilamente en su habitación, mientras unas obreras barren el piso brillante de cera y otras recolectan el polen para el invierno; tal vez las nodrizas se ocupen de las larvas y atiendan el nacimiento de una nueva reina, y los zánganos perezosos planeen la cita nupcial; cada uno desea ser el elegido. Los desvela el encuentro con esa reina, el vuelo amoroso que se derramará en millones de vidas.

Incapaz de romper la perfección de ese ciclo, del ajetreo allá dentro, de tanto amor acumulado imposible de ignorar, esperaré hasta que llegue el día de su partida. Abandonarán sus cunas y sus deslumbrantes viviendas en un crepitante vuelo; muchas obreras morirán sin haber cedido jamás a la fatiga. Dejarán la aldea soñada, edificada entre planos perfectos, con un diseño arquitectónico que desafía a los mejores maestros. ¿Cuánta miel habrá allí?

En las mañanas observo cuando un rumor de colibríes y mariposas desovilla su música de alas y sacude los trajes de las flores; las abejas se acercan por su porción, abren las puertas y las ventanas de cada flor, buscan los mares acumulados en los cálices y se miran en el color que aman: el azul de la vida. Quizás las mariposas en un frenesí de vuelos y de alas se llevaron todo el polen que ellas anhelaban. Las abejas, con un mínimo equipaje en sus paticas, revolotean y se cubren de puntos amarillos. Van vestidas de fiesta, habrá un jolgorio en la villa; tendrán alimento para los días sombríos, cuando los pétalos cierran sus velos y doblan sus rizadas cabelleras. Algunas se quedan por fuera; creo que no hay espacio para todas, parecen muertas. Hoy supe que en su quietud fabrican la cera, esas láminas translúcidas que elevan las paredes de sus habitaciones.

Inadmisible malograr la suave brisa que, para comodidad de la reina, miles de alas transparentes recrean; única hembra perfecta, madre de todo un pueblo y poseedora de los atributos de ambos sexos. Quizás los súbditos, advertidos de mi presencia, me perciban como un riesgo en la sombra, y teman que estruje los visillos de seda de las callejuelas. No puedo destruir tantas vidas ni ese milagro luminoso de la miel, amasada por un ejército de obreras; criaturas hechas para el sacrificio. Esa legión transforma el néctar volviéndolo dulce incendio de luz. Esperaré hasta que regrese la lluvia, y los pájaros y las flores cierren sus alas, y ese día una multitud adolorida parta para iniciar una nueva colonia. Muchas morirán y no serán reconocidas, pero habrán cumplido con una ley heredada hace milenios.

Un espíritu que habita el universo derramado en energía, y en todo cuanto tiene vida, existe desde antes de que brotara la primera hoja de hierba, y los pantanos y los bosques se cubrieran de musgos y esperaran pacientes el nacimiento de las hormigas, las avispas, las abejas, y la aparición de las flores con sus trajes coloridos. Existe un fulgor inmaterial que guía cada acto y nos lleva inmersos en procesos que no dilucidamos. Y hace que nos preguntemos qué es la inteligencia y cuál la verdad de cuanto ignoramos. Transformamos las dudas en palabras, y estas en poesía, sin renunciar a la búsqueda de la verdad. Nos detenemos en las cosechas del verano y en las dobladas colinas de sol.

Prodigio demasiado profundo para ser discernido. ¿Cómo entender que ante el peligro estos pequeños seres se arrojan sobre sus reservas de miel y las esconden en su propio cuerpo? Intuyen que el néctar dejó de correr en su río y llegarán días de hambre. Ellas respiran afanosamente en la muchedumbre, vuelan como una sola alma y se dispersan después cuando el destino les dice que es tiempo de empezar, de construir otra vez.

Debemos proteger las abejas, evitar los pesticidas que las atrofian e inhabilitan para realizar sus funciones. Sin ellas se acabaría la polinización, no subsistirían ni el hombre ni los animales, tampoco la hierba. Afrontaríamos una crisis alimentaria debido a que la tercera parte de cuanto consumimos depende de estos huéspedes alados que hacen del trabajo, el respeto y la organización social un modelo de vida. En el Quindío han desaparecido más de mil colonias; es preciso que los organismos competentes promuevan una tarea educativa. Ellas, mínimos habitantes, saben que deben estar a la defensiva y tratan en vano de decirnos que sin su cooperación regresaríamos al rescoldo gris de un mundo incapaz de medir el milagro de un racimo de abejas suspendido de un árbol.

Las abejas no resisten el aislamiento aunque gocen de temperaturas favorables y tengan víveres para soportar largos inviernos: al cabo de pocos días expiran de soledad. Nacieron para servir, para recordarnos que cuando regresamos a casa tocamos nuestro universo, el único lugar que nos pertenece; que solo el amor nos salvará de los días gastados y de las tormentas.

Ahora la abeja que se golpeó contra el cristal de mi ventana se ha movido amenazante, hace movimientos extraños para medir las distancias, y vuela por fin de nuevo hacia su hogar. Es probable que le hayan cerrado la puerta, no es hora de regresar; ya es muy tarde. Pero esperará paciente hasta que amanezca, colgada del enjambre, como un broche de oro, como las horas apacibles en las grietas de los muros, como una gota de resina viva en el ámbar.

Fotos Olga Lucía Jordán

Revista Así Somos No 114 de Comfenalco