Del coscorrón al plan pistola
Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
“Si el Señor no guardare la ciudad, en vano vela la guardia…”
Salmos 127:1
Parece que los policías colombianos, como obligados “sparrings” del pugilato nacional, están condenados a padecer y soportar con paciencia franciscana, los insultos, los golpes y pedradas de los patanes de turno, las “papas bomba” y los cocteles molotov con los cuales manifiestan sus excesos y hasta se entretienen los vándalos de cuanta gavilla de violentos y matones que decide plantear “democráticamente” sus carencias, sus reclamos y sobre todo, su “mala leche”. Eso se entiende y eso han venido tolerando los policías desde sus primeros turnos de vigilancia en entornos cada vez más agresivos e intolerantes.
Para citar un caso simbólico tomado al azar, recordamos por ejemplo, que tiempo atrás, a través de gráficos y videos divulgados por los medios de comunicación, fuimos impotentes y asombrados espectadores del humillante ataque del que fueron víctimas soldados y policías, de facción en alguna jurisdicción indígena del Cauca, cuando fueron expulsados a rastras, insultos, escupitajos y patadas de sus puestos de guardia por grupos de indígenas, infiltrados por la subversión, lo que supuso una afrenta al estado colombiano y a su ordenamiento jurídico más que a los soldados y policías directamente agraviados, quienes en tales ocasiones, demostraron con su conducta respetuosa y tranquila un ejemplar dominio de sí mismos y una templanza y profesionalismo a toda prueba.
Fieles al llamado de sus deberes y siguiendo instrucciones de sus superiores, ninguno intentó siquiera levantar su arma oficial para defenderse de las injustificadas agresiones y ofensas de los enceguecidos energúmenos. La hierática reacción de los ofendidos y las lágrimas de frustración e impotencia de un joven suboficial del Ejército, pusieron en evidencia, antes que su aparente debilidad e indefensión, la madurez y profesionalismo de nuestro Ejército Nacional y nuestra Policía, cuyos miembros demostraron con su serenidad y estoicismo que su concepción del deber siempre han estado por encima de las provocaciones infundadas y las explicables emociones del momento.
Sirve de consuelo que nuestras instituciones uniformadas, al menos ocasionalmente han contado con la gratitud y solidaridad de las autoridades y permanentemente de la gran mayoría de los colombianos de bien que han sabido valorar los esfuerzos de hombres y mujeres de nuestra fuerza pública, como confiables guardianes de la seguridad de todos los colombianos en campos y ciudades.
No obstante, resulta preocupante que, cada vez con más frecuencia, apreciamos el desenfado y frescura con los cuales cualquier infractor de pacotilla decide desatar sus frustraciones y miserias contra la humanidad y el honor de los policías quienes en cumplimiento de sus deberes acuden a restablecer el orden en cualquier vulgar pleito de cantina o incidente de tránsito. Los casos de “¿Usted no sabe quién soy yo?” se multiplican con pasmosa frecuencia aun entre los estratos más modestos de la sociedad a pesar de las reacciones y a la sanción social que en cada ocasión ha llovido sobre sus protagonistas más relevantes y conocidos.
Infortunadamente, es frecuente que con cuatro aguardientes en la cabeza, más de un gañán desadaptado o suripanta de medio pelo, consideren juicioso y hasta divertido estrellar su frustración y agresividad contra el policía que, pensando en la preservación de la seguridad del mismo infractor, se atreva a poner coto a sus excesos, estupideces y comportamiento deplorable, actitudes que suelen terminar con la más absoluta impunidad. El reciente caso de un policía en funciones, agredido a puñaladas por un par delincuentes dentro de un bus del sistema de transporte masivo de la capital, causa asombro e incredulidad.
Pero que un administrador de justicia, en su momento considerara que esta agresión con evidentes intenciones homicidas contra un guardian de la ley en cumplimiento de sus deberes oficiales fuera calificada como una contravención menor, indica el peligroso abismo al que se asoma la administración de justicia en nuestro país y de paso la pasiva actitud de los ciudadanos, testigos indiferentes de tales atropellos. Menos mal que, al menos en este caso, la tambaleante justicia fue rescatada a tiempo por el propio Fiscal General de la Nación, justamente alarmado ante tamaño despropósito y frente a la ausencia absoluta de criterio del fiscal de marras.
A diario se critica con acerbía y escasa profundidad el desempeño de los grupos antimotines de la Policía Nacional, conocidos como “SMAD”, cuando en cumplimiento de sus obligaciones tienen que acudir a controlar los desmanes de manifestantes agresivos llámense estudiantes universitarios, sindicalistas o “aficionados al fútbol” mejor conocidos como “barras bravas” que a punta de piedras, “papas bomba”, cuchillos y “cocteles molotov” buscan imponer sus puntos de vista y subrayar sus protestas, llevándose por delante la tranquilidad y la seguridad de la ciudadanía y de la propiedad privada.
Cuando en estos lamentables episodios resulta afectado alguno de los amotinados, los juicios contra los defensores del orden se tornan ácidos e implacables. Pero pocas personas se inquietan por la suerte de los policías, también seres humanos, que acuden e esas confrontaciones, no por diversión sino obligados por su deber, que resultan severamente quemados por la gasolina incendiada de los cocteles molotov, las graves lesiones producidas por las piedras, los proyectiles metálicos lanzados con hondas o las peligrosas explosiones de las “papas bomba” en cuya fabricación y uso se alcanza la experticia desde los primeros semestres de algunos centros de educación superior en nuestro medio.
Sabemos que el resistirse a los requerimientos de un agente de la autoridad con vulgaridad y violencia es conducta que en cualquier país civilizado del mundo resulta impensable, pues acarrea para el protagonista el riesgo de exponerse a drásticas medidas represivas y sanciones ejemplarizantes. Sinembargo en nuestro país se ha convertido en el pan nuestro de cada día, en un ejercicio banal e intrascendente, casi que en una noticia especial para la sección de crónica ligera y graciosa de cualquier noticiero que se digne informar sobre su cuotidiana ocurrencia. Resultan patéticas las escenas que suelen publicar diariamente los noticieros, en las cuales aparecen policías defendiéndose como pueden de ciudadanos agresivos, hombres y mujeres, que rechazan y se resisten por la fuerza contra cualquier procedimiento policial de rutina. Qué lejanas y exóticas parecen las palabras del presidente Alberto Lleras Camargo, quien en 1945, manifestó:
“La misión de la policía es la más alta, la más noble, la más importante, porque para la ciudadanía la única autoridad con la cual se encuentra a diario y que representa para ella todo el poder, es la policía. El Gobierno, para muchos de nuestros compatriotas, no es sino la policía y para el ciudadano habrá buen o mal gobierno si hay buena o mala policía”.
Qué calamidad, pero la verdad es que la progresiva escalada de desacato y atropello descarado contra la autoridad representada por el policía en la calle, que se ha entronizado en nuestro medio, plantea la oscura realidad del deterioro moral y la inversión de valores que corroe las entrañas e intoxica la savia de nuestra nacionalidad. Pero el asunto espeso que más preocupa es el de apreciar con cuánta facilidad nos hemos habituado al hecho de que la falta de moderación y respeto a la autoridad se convierta en la norma rectora de la conducta ciudadana y no en la excepción.
Ello nos ha conducido fatalmente a considerar que resulte tolerable que cualquier funcionario, desde el modesto concejal de un municipio olvidado, hasta el más encumbrado y arrogante personaje de las altas esferas, con altanería e irreverencia digna de mejores propósitos se consideren en libertad de tratar a punta de coscorrones y sombrillazos a los pacientes servidores de la fuerza pública que los protegen y que diariamente están dispuestos a arriesgar el pellejo en defensa de la seguridad del protegido, tal como pudimos apreciarlo a principios del presente año en un inolvidable aunque penoso incidente observado a través de los testimonios gráficos divulgados por los noticieros del país, con divertido asombro por algunos y con ofendida dignidad por los miembros de la Institución policial y por la gran mayoría de colombianos de bien.
Si tal es el comportamiento y trato en público para los servidores encargados de su propia seguridad personal, ¿Cómo será la realidad de su trato en privado? se preguntaron en su momento algunos críticos y observadores. Qué vergüenza ajena y cuánta indignación propia sacudieron nuestros sentidos, ofendidos severamente y en materia grave por la inexcusable arrogancia del personaje y las malas maneras, rayanas en la ordinariez y la patanería, evidentes aún en las tibias y teatrales manifestaciones de contrición con las que posteriormente se intentó zanjar el desafuero, aparentemente con el único propósito de quedar bien con la galeria.
Lo grave de esta situación es que del maltrato ocasional y público, del coscorrón humillante, el insulto desconsiderado, el empujón, el golpe o el agravio, resulta explicable que el mal ejemplo cunda y propicie el escalamiento sutil hasta el hamponil “plan pistola”, que tantas vidas policiales ha truncado y el aleve atentado terrorista urbano con trampas explosivas a base de metralla, fenómeno criminal por desgracia resurgido recientemente en nuestra capital.
Cómo nos duele el dolor de nuestros policías agredidos tan arteramente por la canallesca letalidad de atentados como el del barrio La Macarena de Bogotá y la ruin incertidumbre e injusticia del llamado “plan pistola”, con el cual los delincuentes más peligrosos del país pretenden apartar a nuestros valientes policías del cumplimiento de sus deberes y cómo nos afecta el desasosiego y el luto de sus familias y de comunidades enteras de todo el país que a diario lloran sus pérdidas que también son nuestras pérdidas y las de toda la gran familia de la Policía Nacional de Colombia.
Ojalá que la sensación de paz y tranquilidad que empieza a sentirse en nuestro país sirva de bálsamo para desactivar ese estado de pugnacidad y desconfianza que ha caracterizado nuestro diario vivir durante el último medio siglo y que se destierre definitivamente de nuestro inventario de calamidades nacionales el fantasma de pistoleros que reclaman generosos estipendios por cada cebeza de policía cobrada durante sus siniestras partidas de caza.