16 de abril de 2024

Mi Buenos Aires, queridos (II)

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
20 de junio de 2017
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
20 de junio de 2017

Diario (2)

Óscar Domínguez Giraldo 

Sábado

Los huevos que nos comemos al desayuno parecen puestos por gallinas colombianas. Saben igual. Como la nostalgia entra por el estómago, extrañamos la arepita, dicho sea en diminutivo. Los desayunos de los hoteles se parecen unos a otros como una gota de agua a otra. Digamos que en asuntos paníferos, están a la par Colombia y el país que nos cobija. Claro, hay panes en el menú que no llegan a ningún nirvana gastronómico.

Por primera vez enfrentaremos solitarios la gran ciudad. “La fortuna ayuda a los audaces”. Nos ayudamos de un mapa que nunca aprenderemos a manejar. El norte y el sur se nos confunden. Ni hablar de los demás puntos cardinales. No siempre, pero en general, contamos con la amable complicidad ciudadana. Usted pide una dirección y corre el albur de que se la den, y de que le encimen un mapa. Estos gauchos están hechos para el turismo. Y el turismo para ellos. (Después, de regreso a casa, sabremos  que fuimos parte de los 9 millones de turistas que visitamos Argentina en enero. ¡Ya somos carne de estadística!)

“Tenemos que cuidar al turista, vivimos de ellos”, dice ese eterno dueño del sentido común que es el taxista. Hoy sumamos otros dos Fangios a nuestra hoja debida. Simpáticos a morir. De paso nos advierten sobre colegas avivatos que nos pueden dar muchas vueltas antes de llegar a un destino que puede estar detrás de la oreja. Juegan con la enciclopédica  ignorancia geográfica del forastero. Sospechamos que ellos mismos nos dieron más vueltas de las necesarias. Los taxis son negros y amarillos, el color de la buena suerte, en la semántica de Macondo. El banderazo o arranque del taxi es de 2.60 pesos argentinos.

Entrados en gastos, y sin chaperones, bajamos (¿o subimos?) a la Avenida Quintana rumbo al museo de Bellas Artes. Recreo o pausa en un bello café de La Recoleta. Están bien de cafés estos ches. El verano saca las mesas al sol prepotente que nos depara el día. Sirven el café (nos olvidamos de pedir tinto) con agua, con o sin gas, adicionado con un minipostre de banano o alguna galleta. Todo está dispuesto para que la gente arme su tertulia. Hablar es otro deporte en este país hiperbólico. Hasta los solitarios se dan su banquete leyendo el paisaje femenino.

Ponemos en funcionamiento nuestro repertorio de adagios: ¿Pa’ dónde va Vicente? Pa’donde va la gente. Y los pasos “que uno tras otro son la vida”, nos llevan al cementerio de La Recoleta. Hay decenas de turistas matriculados para conocer dónde viven nuestros futuros colegas también llamados muertos. Visitar cementerios es hacer cursillo para cadáver. La muerte es turismo en Buenos Aires. Inevitable recordar que “lo malo de la muerte es que es para toda la vida”, una frase de esas a la que cuesta trabajo encontrarle correcta paternidad responsable.

Todos los caminos de La Recoleta conducen al mausoleo de la familia Duarte, más concretamente, de Evita Perón, (foto, más bien malita, más bien no: mala) quien tuvo a bien sacar a su familia del anonimato. Los flashes se ensañan con la tumba de Santa Evita. Muerto que se respete hace milagros.

En los recovecos del cementerio nos tropezamos con más de un gato. Todos parecen con sus siete vivas intactas. De pronto, alguno de ellos se ha gastado una o dos vidas. Así que tienen vida para rato. Como cualquier gato,   “viven en la eternidad del instante”, digámoslo con Borges, uno de la casa. El aquí y el ahora que llaman. Están tan acostumbrados al protagonismo que algunos parecen posar para los forasteros digitales. Se sienten en su salsa en  medio de tanto bronce y mármol que habla italiano de Carrara (supongo). La operación Evita ha pasado a mejor vida.

Esta carnita pasa “invicta”, sin comprar,  por el agitado mercado que nos lleva al museo de Bellas Artes. Allí nos esperan los impresionistas franceses. Picasso y Miró también contribuyen a “desanalfabetizarnos”. Una señora Santamaría ha donado buena parte de las obras. Inevitable recordar al generoso Fernando Botero que nos “ahorró” a muchos colombianos viajar a París a untarnos de Renoir, Cézanne, Pisarro, Monet. Hasta mi doble tocayo Oscar Domínguez, español, cuelga por ahí. De Domínguez me separa el suicidio que no figura en mis planes. Es malo para la salud, leí en un grafiti.

Como la audacia todavía no nos alcanza para transportarnos en bus o subte, alias que le tienen al metro, otro taxi nos despluma de diez pesos. Y vamos a templar de nuevo a Palermo, Soho, Hollywood y alrededores. Otro sector que no tiene presa mala como ciertas divas que se pavonean por ahí, huérfanas de ropa. Gracias, verano, por los favores anatómicos recibidos.

Sobra decirlo, pero abundan las tiendas y los bulines (dejémoslo en restaurantes). Gloria le entra a un pollo grillé, más o menitos. Para variar, despacho un bife de chorizo con una tonelada de papas a la francesa. Una cerveza Brahma con apenas 5% de alcohol nos acompaña. (El almuerzo vale 20 pesos, per prepucio). Mientras almorzamos, nos abordan vendedores que dejan su mercancía, visitan otras mesas y se van, sin más milongas. Venden, no incomodan.

Luego seguimos averiguando cómo dejó nuestros pies la pedóloga, perdón la podóloga, que en Bogotá nos arregló las extremidades que  Dios en su bondad nos dio para caminar. A mí me hizo tan bien el trabajo que me despojó de unos callos que formaban parte de mi anatomía. Se habían convertido en una prótesis. Se lució  nuestra podóloga: los pies resisten la primera feroz caminada.

Decidimos regresar a la habitación 1205 de la Avenida Libertad, en pleno riñón de Buenos Aires. Sacamos a relucir todos los manuales orientales para tratar de dormir, o descansar, antes del plato fuerte de la noche, la fiesta gaucha, que consumirá tres horas de nuestra existencia. Mientras tanto, comamos y durmamos.

Esta vez, en la llamada “Ópera pampa”, los gauchos echan la casa por la ventana para contarnos su epopeya desde la época de los conquistadores. La fiesta es todo un homenaje a los caballos argentinos que parecen llevar en su trote el ritmo de “Por una cabeza”. Esa noche nos gastamos buena parte de nuestras reservas de aplausos. Plagiando tampoco sé a quien, nacemos con los polvos y los aplausos contados. El folleto oficial que suministra  detalles de la ópera  respira argentinidad hasta en los puntos y comas.

El menú incluye una “criminal” aunque rica  tanda de carnes. El ritual es el siguiente: chorizo para abrir plaza, morcilla (nada que ver con la nuestra), el bife de chorizo (sin  parentesco aparente con el chorizo de la entrada), costilla y, por último, el pollo. Apenas probamos el ave de corto vuelo  porque a esa altura del partido gastronómico todos los recovecos del estómago están ocupados. Todo maridado con abundante vinillo, ensalada y unas papas que nos alborotan de nuevo el orgullo patrio: son mejores las nuestras. Tinto cerrero para cerrar plaza.

El regreso al 1205 se produce “en punto” de las doce de la noche. Galopan dentro de nosotros los caballos de la “Ópera pampa”. Quedamos por cuenta de Morfeo en la noche gaucha que es tierna para miles de visitantes y lugareños. Baires, como le decimos con telegráfica  confianza, es una ciudad sin sueño.