28 de marzo de 2024

Mi Buenos Aires, queridos (5)

Por Óscar Domínguez
25 de junio de 2017
Por Óscar Domínguez
25 de junio de 2017

Diario

Calle Buenos Aires

Martes

Luz, mucha luz. Por estos días veraniegos, a las ocho de la noche, el sol bonaersense todavía se pavonea en la calle. En Colombia, se acuesta con las gallinas, dos horas antes. No estamos acostumbrados a días tan largos. Ojalá esas horas-luz nos las dieran en plata. Pero en tierra extraña las disfrutamos como una atracción turística adicional. Para el viajero todo es ganancia, incluido el exceso de vitamina C que nos depara gratuitamente el sol.

Hasta la noche, la agenda correrá por cuenta nuestra. Revisamos el Niágara de recomendaciones que nos han hecho familiares y amigos. Con ellas podríamos editar un folleto turístico e  ingresar a la lista Forbes de los más platudos. Nos falta tiempo para paladearlo todo. También en Argentina el día es de  24 horas, el muy perezoso. Debería hacer una excepción con los turistas, esos eternos ricos sin plata.

En el desayuno sólo cambia el estado del tiempo. Y los compañeros de viandas. En el comedor hay aplastante mayoría franchute. Las madames alborotan que da miedo con sus voces que parecen susurros guturales. Para no arriesgar gastronómicamente, prefieren pacíficos cereales y frutas.  Hemos colonizado una mesa próxima a una hermosa fuente donde el agua hace cabriolas, como si trabajara en el Circo del Sol.  Me late que los arquitectos de gaucholandia  se copiaron del laureado Rogelio Salmona, poeta del agua en sus construcciones en Colombia.

Nos toca de vecino, como en días anteriores, un che que mira, habla, ordena, desayuna, sospecha, lee el periódico y regaña como si fuera el dueño del hotel. Es el dueño. O el gerente. La pareja de setentones colombianos con los que compartimos en la estancia hace todo lo posible por ignorarnos. También los ninguneamos.

Salimos a leer la ciudad. Procuraremos perdernos. Prohibido no perderse. Sólo así nos saldremos del libreto oficial. No perderse, es quedarse a mitad de camino. Meter las narices en callejuelas que ignoran las agencias de viajes tiene su encanto. Basta con dejar salir el Marco Polo que duerme en nosotros.

Los kioscos de diarios y revistas son una delicia. Se arrima uno a su jurisdicción y queda informado, como por ósmosis. Compramos periódicos que apenas o(h)jeamos, o que leeremos de regreso a casa. Un país se parece a sus diarios. Y los de aquí son de calidad.  Miramos a ver si Colombia es noticia. Negativo. Miro a ver si “me” critican en los editoriales. Tampoco.

De pronto visitamos los llamados locutorios desde donde nos comunicarnos con los nuestros. Consultamos ese moderno tirano que es el correo electrónico: de pronto salió mi nombramiento como director de Le Monde, de París, donde podría practicar mi francés de la Alianza.

Pasamos por un banco donde nos sorprende una anciana con un extraño pliego de peticiones: “Por favor, un dólar”. Seguimos de largo. Luego reculamos por iniciativa de Gloria quien le obsequia su dólar. “Bebé, que te ganés la loto”, le dice y le encima sendos besos en cada cachete. Si hubiera anticipado su reacción con babas, no habría redistribuido el ingreso con ella. No sé qué le premiamos: si habernos visto pinta de ricos, o su optimismo de recibir un aporte en verdes.

Aparte de la anciana, vimos pocos trabajadores informales en las calles. En esto tienen mucho que “aprender” de nosotros. Los semáforos están huérfanos de limpiaparabrisas, maromeros, o de hombres y/o mujeres que limpien los vidrios de los automóviles. Nadie nos ofrece libros o CD piratas, bolsas de basura y similares.

Buenos Aires nos pareció una metrópoli limpia. ¿O será que las autoridades sabían de nuestra visita? Los grafitos – editoriales anónimos- hay que importarlos. Apenas se ven. “No jodan con Perón”, exigen en afiches de-votos de mi general Juan Domingo cuya esposa María Estela, ha sido incomodada en su discreto retiro de Madrid, por supuestos vínculos con el triple terrible pasado. Algunos desinformados creíamos que doña María Estela cargaba gladiolos en el camposanto. En algunas fotos aparece como si hubiera renunciado a los cosméticos. No hay que decirle: “Quitate el rouge en sus labios, que no me marque tu sello”, como en el tango de Larroca.

“Buenos Aires, patrimonio de todos”, leemos aquí y allá en paredes convertidas en rotativas. Otra  leyenda informa urbi et orbi que al imponente teatro Colón lo están “restaurando por otros cien años”.

Un repetitivo aviso que parece inspirado por la doble A argentina (los Alcohólicos Anónimos),  reta a los bebedores: “Si no querés depender de nadie, ¿por qué vas a depender del alcohol?”. Tienen razón. Brindaré con vino argentino por ellos. (La forma de vosear que tienen los argentinos, nos hace sentir en casa a los antioqueños que también nacemos con el chip para hacerlo).

La andadura nos lleva al mercado del Abasto. Un café, para abrir plaza. Las tiendas Juan Valdez tienen en Buenos Aires el mejor campo para lucirse. Están demorados para tender sus carpas aquí.  Almorzamos pollo para sacudirnos de la dictadura del asado que tiene colonizados nuestros estómagos. Hacemos algunas compras, le damos de comer al ojo aquí y allá.

Tenemos tiempo hasta de sorprendemos con los saludos de beso que se dan los hombres. Los colombianos, máximo, llegamos al abrazo. Aquí van  decorando y condecorando los cachetes con afectuosos besos. No me extraña entonces el rito del mate que incluye intercambiar babas y microbios con el entorno a través de las bombillas (pitillos en Macondo). A esta liberación nos demoraremos en llegar. (Una pausa para ir al baño porque ahora nos estamos desquitando de la “retención en la fuente” de los últimos días).

Como dejamos la audacia para después, tomamos taxi para regresar a la base. Extrañábamos la cartilla de los taxistas. El que nos toca en el regreso a “casa” nos salió general: Se extraña de la cantidad de turistas y se pregunta si será bueno o malo que haya tanto turista. Oyéndolo pienso que hoy en Buenos Aires enloqueció Perogrullo, filósofo del sentido común. Si el excampeón mundial welter, Pambelé, dice que es mejor ser rico que ser pobre, casi le respondo a este che que es mejor que haya turistas que no haya.

Y cuando se entera de que hemos visitado dos cementerios, nos regaña sin ninguna piedad. “Hay que pensar en los vivos, los muertos, muertos están”. Y nos pregunta cómo van las cosas en Colombia. (Antes nos ha confundido con españoles. No será la primera vez que sucede. Tampoco sabemos si alegrarnos o preocuparnos con el “Cambalache” de nacionalidad. No nos pasó nada extraño durante el breve tiempo que fuimos “españoles”. Retomamos nuestra propia piel).

Al taxista le respondo que en nuestro país las cosas van bien pero que la situación es susceptible de empeorar. Le agrego que los corruptos forman parte del paisaje, que vivimos en una patria boba en la que nadie gana la guerra pero la perdemos todos, y que somos felices por decreto, o sea, porque así lo dispuso una encuesta internacional para la que tampoco fuimos entrevistados.

Descansamos en el 1205 hasta que llegan por nosotros. Encendemos el televisor para enterarnos de los últimos exabruptos ocurridos en la aldea global. Subimos al bus y de una vez advertimos que hay mayoría europea. En vez de “advertimos”, he debido decir que “olemos” esa  mayoría. Sin tener la nariz de Grenouille, el protagonista de la novela-película El Perfume,  percibimos el golpe de ala, el sobaco huérfano de jabón, de agua y de desodorante de nuestros compañeros de a bordo venidos del otro lado del charco. El agua para regar las matas, dirán ellos.

Pero son mayores los deseos de oír tangos. Nos olvidamos del olor. En peores partes nos ha cogido la noche. En la esquina Carlos Gardel, en el Abasto, nos reciben con todos los juguetes. El comité de recepción ya nos tiene sitio asignado en el bello lugar. Logran hacernos sentir tan importantes y exclusivos que casi lamento que Colombia hubiera goleado a la selección argentina.

A las parejas nos prohíben sentarnos juntas. No, señor, marido y mujer frente a frente. Esto obliga a socializar con el vecindario. No me tocó al lado ninguna condesa en declive, tampoco ninguna actriz del cine mudo,  ninguna nieta de la perturbadora Isabel Sarli, ducha en empelotarse. A mi diestra mano, se “parquea” un ruso posperestroiko   descomunal. A la siniestra, me tocó un gringo de Nebraska, Richard, casado con una mexicana diminuta, Evelinda, que ha entablado cháchara con Gloria. Con Richard me entiendo a punta de infinitivos suyos y de signos manuales míos. ¡Qué exquisito inglés hablan mis manos! Me hago esta reflexión después de ver cómo en todas partes  speak english: me estoy perdiendo la mitad de la función con mi escaso inglés. Por enésima vez me “ordeno” meterle la muela este año al idioma de Twain. Estamos pasados de moda los “monógamos” de un solo idioma.

Antes de ordenar la comida – mejor decir la cena, para alardear de mundanos-, nos obligan a tomarnos fotos con las bailarinas. Tratamos de decir que no, pero es  inútil. Sacamos un paso  no sabemos de dónde y posamos con la más imbécil de nuestras sonrisas. El chiste nos costará 45 pesos (seamos claros: 45 mil pesitos de los nuestros. Dimos papaya, pero de eso también se trata).

Los platos tienen nombres de tangos de Gardel, a quien Borges “puso” a nacer en Francia. Gloria se decidió por “Tomo y obligo” (un salmón que no era tal. Salmón que se respete es color salmón. Y éste era blanco. “Es un salmón enrazado en sierra”, comenta la damnificada. Le metieron gato por liebre. Así se lo hizo saber al mesero pero el hombre trajo la razón del chef: el salmón es salmón del océano Atlántico. En la televisión, hemos visto a los pobres salmones siempre nadando río arriba. Exigimos que nos cambie la mentira por otra más creíble). Ordeno “Mano a mano” (empanadas), de entrada, y de plato fuerte “Por una cabeza” (matambre de cerdo). “Anclao en París” se llama el delicioso postre.

La función se ha iniciado con una serie de videos que presentan la historia del tango. Gardel, claro, monopoliza las imágenes. Nos morimos de la envidia por estar en uno de los exclusivos palcos, pero esos tienen dueños encopetados. Como a los demás miembros de la aristocracia de gallinero, me toca mirar el show de lado con este saldo: termino la velada con tortícolis, casi a punto de utilizar la Assist-Card.

El hollywoodesco espectáculo nos exprime más aplausos para diestros bailarines, cantantes que nos arrancan ayayayayes y la orquesta en la que “sollozan” dos bandoneones. El pianista nos hace recordar a Rodolfo Biaggi “Manos Brujas”. Todo es perfecto. Nada que ver con la bella, espontánea y asombrosa anarquía de San Telmo. Gozamos de dos horas de baile y música ciudadana. Una bella cantante se deja venir, a capela, con “Malena”. Como “Malena tiene sangre de bandoneón”, la intérprete nos quedó debiendo el instrumento que tiene mucho de ventrílocuo de la  nostalgia.

El cantante líder es una réplica al carbón de Carlitos Gardel, con su traje negro impecable, su despectiva forma de mirar que es la misma de agarrar el cigarrillo y su pelo engominado. “Los muchachos de antes sí usaban gomina”, me digo.

El problema de copiar a otro es que nunca lo plagiaremos bien y, en cambio, nunca podremos lucir nuestras  propias virtudes. Con este brillante pensamiento que parece leído en una olvidada  revista de peluquería, tocamos la retirada. Regresamos  a la democracia olorosa del bus que descarga su variopinta mercancía con unos vinillos de más entre pecho y espalda. Ha quedado chuleada la Esquina Gardel.

Dulces sueños. (A propósito: hasta el momento no he soñado una sola vez en Buenos Aires. ¿Será porque la dura almohada que nos tocó parece hecha para un luchador japonés de sumo? Me quejaré  ante Claudia, la chica que nos organizó el paseo).