29 de marzo de 2024

Leonor

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
25 de noviembre de 2016
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
25 de noviembre de 2016

Víctor Hugo Vallejo

Victor Hugo VallejoDesde siempre ha sido orgullosamente negra. No afro descendiente, no morena, no de piel oscura, no de raza oscura. Sencillamente negra. Porque negra nació, en el seno de una familia negra, la de un agricultor y una ama de casa, que vivían en Robles, en jurisdicción del Municipio de Jamundí, en el Valle del Cauca, siendo la menor de nueve hermanos jamás su pigmentación de piel le ha sido obstáculo alguno, pues desde ella ha sido capaz de construir su propia identidad hasta el punto de llegar a ser La Negra más grande que ha dado Colombia. Un título que se edificó partiendo de lo que nació, lo que es, lo que ha sido, lo que sigue siendo.

Jamás ha entendido que quienes le llaman La Negra Grande de Colombia lo hacen como un título peyorativo. Sabe que es de su propiedad. Lo exhibe. Lo expone. Lo siente. Lo percibe en todos los poros de su piel. Es su sello, algo que no ha intentado modificar en lo más mínimo, y con lo que le ha dado la vuelta al mundo en muchas notas, bailadas o cantadas.

Leonor González Mina a los 82 años sigue viviendo en esa piel negra, con su cabello blanco de suma respetabilidad, cantando, ensayando, haciendo ejercicios vocales dos horas diarias, porque no fue suficiente su voz para confiar en el éxito. Ella, desde muy temprano, entendió que sin la academia las cualidades naturales poco o nada le iban a durar. La educación formativa de su voz, de sus movimientos, de sus expresiones, constituyen el capital esencial que le permite mantener el timbre característico para decir, por parte de quien la oiga sin verla, que ahí está cantando una negra.

Volvió después de varios años, cuando quiso poner fin a su carrera artística, pues a finales del año 1997, en Italia, cuando se preparaba para ir a la presentación en un concierto en Torino, su hijo Candelario, a quien siempre llamó Candelo, por lo inquieto, por un aneurisma cerebral, se fue de la vida a los 34 años. Esa muerte casi le cuesta la vida a ella. Pensó que el mundo no sería capaz de seguir girando, que la vida había desaparecido, que el tiempo se había detenido, que no era posible que tanto dolor le pudiese caber en su persona. Fue un dolor inmenso que la estremece cuando los recuerdos se la agrupan en la mente. Le sigue doliendo la vida cuando piensa en la muerte de Candelo.

En esos 34 años se le fueron muchos a ella. Se le fueron los esfuerzos, la disciplina, la guía y el gran estímulo que siempre tuvo hacia su hijo, que desde muy niño golpeaba cuanta superficie se encontrase con el fin de generar armonía y ritmo. Siendo un niño muy pequeño se hizo parte de los grupos musicales que acompañaron a su madre en grandes presentaciones, ante multitudinarios públicos. Tocaba de la manera más natural. No se daba cuenta de la gente. Estaba en lo suyo. Fue acompañante de grandes músicos como Ramazzotti o Pavarotti. Habló varios idiomas. Leía música como la cosa más natural. El trabajo de su progenitora que siempre le estimuló su talento se vio reflejado en lo que era su vida como artista. No tuvo tiempo de sufrir. No sintió dolor alguno. Sencillamente se fue de la vida. Una muerte súbita. Es el consuelo de Leonor cuando piensa en ello. A quien se ama no se soporta verlo sufrir y Candelo no sufrió ni un solo instante.

En esa ocasión quiso decir adiós a la música. Ya tenía 63 años, un recorrido por los escenarios del mundo, numerosos reconocimientos, suficientes ganancias para vivir decentemente. Con dolor no es fácil cantar y especialmente cuando se cantan tantas cosas que hablan de muchos dolores sociales. Guardó silencio. La decisión era suya. Un día supo que tenía que seguir viviendo. Que había otro hijo, que había una nieta, que el mundo no se detenía, que el dolor era apenas suyo y que si se abandonaba sería golpeada aún más duro por esa ausencia. Fue volviendo poco a poco. Ella sola. En la soledad de su casa. Cantando como ejercicio vocal en las mañanas. Haciendo ejercicio. Retomando a la persona que siempre quiso Candelo. Volver a la vida era volver a tener al Candelo que quiso y no al Candelo muerto. Su recuerdo estaba con ella. Sus cenizas también. Las recogió en un pequeño cofre. Las trajo con sumo amor desde Italia y ahí estaba para seguir a su lado. Para ella seguir viviendo en honor a la vida que vivió Candelo, que fue la que quiso construir con la ayuda de su madre.

Desde afuera su hijo Juan Camilo, administrador de empresas, y muchos amigos y artistas le daban aliento. Debía volver a los escenarios. La querían escuchar. Nadie la había olvidado. La única interesada en construir ese olvido era ella misma y los demás no estaban en plan de permitírselo, pues talentos como el suyo no se dan silvestres. Y volvió y a los 81 años grabó su álbum número 32, con 13 canciones, las mejores de su repertorio, entre las que se cuentan las mejores versiones que se han oído de “Mi Buenaventura”, “La mina”, “Campesino de mi tierra”, de su autoría, “Yo me llamo cumbia” y otras. A esa voz no se le oyen los 81 años. Y ahora con los 82 tampoco se le perciben. Es que ha vuelto a lo que ha hecho siempre: calentar la voz dos horas diarias, pedir que la dejen sola 40 minutos antes de cada concierto, para hacer sus ejercicios, repasar las canciones, preparar el concierto como si fuera el primero. No ha podido dominar los nervios de los primeros minutos ante el público. Cuando este se le entrega, ella se entrega y los dos son uno solo.

La razón que nos lleva a dedicarle unas pocas palabras a La Negra Grande de Colombia no es sencillamente que haya regresado a su vida de cantante excelsa, sino que el Ministerio de Cultura le acaba de entregar a ella y a Rodrigo Parra Sandoval, el escritor de temas sociales y educativos, el Premio a Toda una Vida, como reconocimiento a los méritos de haber llevado la voz del país por todo el mundo. Es el premio a una vida que ahora se acompaña de la pausa de lo que se ha logrado y no de lo que se está por conseguir. Es una manera de que a través de una entidad gubernamental se le brinde el aplauso unánime por lo que ha sido, es y puede seguir siendo.

Leonor está en la cima de su carrera y de su vida. Ella pudo soñarlo cuando a los 18 años, siendo menor de edad –para entonces la mayoría se alcanzaba a los 21-, se fue de la casa de sus padres, lo que no dejó de ser un signo de rebeldía, especialmente de la menor de los González Mina. Se fue a hacer la vida a través del arte. Se vinculó al Ballet de Colombia de los hermanos Delia y Manuel Zapata Olivella –gran escritor de la cultura negra colombiana- y siendo tan joven se presentó en teatros de Paris, China, la Unión Soviética, Alemania y casi todo el continente europeo.

A su regreso se presentó a Sonolux, en Medellín y grabó su primer trabajo discográfico. Allí estaban los aires de Colombia cantados con una voz inconfundible. De ahí en adelante se fue puliendo en lo que había aprendido en la Academia, pues a pesar del desprecio de que fue objeto por parte del maestro Antonio María Valencia, cuando rechazó que le llevaran una niña negra al Conservatorio de Cali, ella se dijo así misma que habían muchas formas de estudiar. Y además se puso el reto de que a ese conservatorio ingresaría alguna vez como estudiante de canto y efectivamente así lo hizo a los 26 años, cuando en 1960 ingresó sin la presencia racista del maestro Valencia. No era suficiente la voz. Era necesaria su formación. Para su manejo. Para no abusar de ella. Para obtener los tonos adecuados en cada canción.

Se dio el gusto de cantar una de las primeras canciones protesta en el repertorio colombiano con La Mina, en la que el negro se rebela frente al amo y se niega a ir a la mina, independiente de que lo maten, pues es mejor la muerte en libertad, que la libertad suprimida en vida.

Pocas cosas de la vida artística le han sido ajenas. También ha sido actriz con excelentes resultados. Es compositora. Participa activamente en los arreglos musicales de sus canciones. Es capaz de tomar decisiones de dirección de los conjuntos que la acompañan. En 1975 representó a Colombia en el Festival de la OTI, con su canción Campesino de ciudad, que se sigue oyendo como una voz de angustia de ese humilde hombre de campo que es obligado a vivir en la ciudad, en lo que todo le es ajeno y en la que la vida no florece en las mañanas, sino que se marchita en todas las horas.

Como ser de gran conciencia social participó en política en 1998 y a nombre del partido liberal se presentó en la lista a la Cámara de Representantes, obteniendo 23.908 con los que fue elegida. Abogó por los pobres y los artistas. Tuvo un decoroso papel como parlamentaria. En el 2006 quiso regresar, en representaciones del movimiento de minorías Analdic, pero los de su raza apenas le colocaron 2.315 votos. Capítulo cerrado. La representación de las negritudes en el Congreso se puso en manos de los blancos con poder de manipulación electoral.

Al corregimiento de Robles, de donde se fue a buscar la vida de un artista, regresó al lado de sus comunidades. Allí construyó su casa. Allí tiene el mundo natural del que nunca se ha desprendido, pues las luces, los aplausos y los éxitos jamás le han permitido borrar la menor huella de la campesina negra que nació el 18 de junio de 1934 y que sigue estando en el medio ambiente en el que ella es parte de la naturaleza misma.

A los 82 años tiene vida artística. No con el mismo ajetreo de juventud, pero cumpliendo debidamente con sus compromisos. Su hijo Juan Camilo dice que ella se queja de las dolencias propias de cualquier persona de esa edad, pero que cuando está en el escenario se le olvida todo y canta, baila, brinca durante dos horas. Al salir de escena vuelve a quejarse, pero de ahí en adelante es difícil aceptar que sea cierto.

Mucho de su tiempo lo dedica a ser la abuela alcahuete de Jana, de 15 años, que parece seguirá su huella, pues tiene excelente voz y la mejor maestra y de Yadana de año y medio. Con ellas no es la estricta exigente que fue con sus dos hijos, apenas es una abuela sumisa, que acata los deseos de la tercera generación de los Cabezas González, derivación del matrimonio que durante 19 años tuvo con el periodista y músico Esteban Cabezas, quien ya dejó este mundo.

La Negra sigue siendo Grande y por encima de todo sigue siendo orgullosamente negra, sin eufemismos, de los que hasta el legislador y el doctrinante se han aferrado. Ser negro es tan accidental como ser blanco, amarillo, mulato o mestizo.