¡Yo soy víctima de las Farc!
Por: Jorge Emilio Sierra Montoya
Aquello sucedió a comienzos del presente siglo, en las postrimerías del gobierno de Andrés Pastrana, hace como quince años, cuando estaban de moda las “pescas milagrosas” (secuestros masivos en carreteras) y Bogotá parecía una ciudad sitiada, con ataques guerrilleros en sus alrededores. “La capital está a punto de caer”, repetíamos, asustados, sus varios millones de habitantes. “Colombia no es un país viable”, proclamaban los medios internacionales.
El 31 de diciembre, sin embargo, unos y otros estábamos de fiesta, a pesar de todo. Yo, por ejemplo, esperaba con mi familia la llegada del año nuevo en un restaurante al norte de la ciudad, cerca a Unicentro por la carrera 15, donde con mi madre, mi suegra, mi esposa y los hijos, departíamos tranquilos, confiados, en medio de la alegría del momento, esperando ansiosos que el reloj marcara las doce de la noche para unirnos en un solo abrazo, fruto del amor.
El sitio estaba repleto, por cierto, y hasta los bailes típicos, con trajes multicolores, habían comenzado, anticipando la gran celebración. Todos cantaban, reían, muchos incluso con la cena servida en las mesas, y nosotros mismos, igual que los demás, tomábamos fotos, queriendo perpetuar la memoria. En algún momento, para que ninguno quedara por fuera de la imagen histórica, pedimos a alguien, de la mesa contigua, que nos colaborara con las fotografías.
Fue ahí precisamente, en la mesa de al lado, donde empezó el asalto. En realidad, las ocho a diez personas que allí había se levantaron y en un abrir y cerrar de ojos, poco antes de la medianoche, rodearon el lugar, nos encañonaron con fusiles o metralletas, ordenaron a gritos que nos paráramos y alzáramos las manos, advirtiéndonos que dispararían a la menor provocación. Casi de inmediato, otro grupo de delincuentes se sumó al primero, igualmente armados y con la misma actitud violenta, agresiva, que provocaba el llanto de los niños y los gritos desesperados de las mujeres.
Mi primera reacción fue llevarme una mano al bolsillo trasero del pantalón, dispuesto a ocultar mi tarjeta de periodista y, sobre todo, mi identificación como directivo del periódico “La República”, temiendo acaso las retaliaciones por esa condición. Cuando menos pensé, recibí un culatazo en el estómago, quizás porque el agresor supuso que yo iba a sacar un arma. “No me lo golpeen”, imploró mi madre. La petición, por fortuna, surtió efecto.
A continuación, nos separaron en dos grupos: el de las mujeres, quienes fueron llevadas a los baños para esculcarlas mientras les robaban sus joyas que esa noche exhibían orgullosas, y el de los hombres, incluidos los niños (entre ellos mi hijastro, Sebastián), a quienes nos reunieron en la pista de baile para dejarnos en ropa interior y entregar relojes, anillos, cadenas, dinero y naturalmente camisas, sacos y pantalones que eran revisados a las carreras, antes de que de pronto llegara la policía.
Tenían un jefe, en verdad. Fue quien habló en nombre -dijo- de un comando guerrillero de las Farc, llamado “Simón Bolívar” (o sea, una de las milicias urbanas que entonces proliferaban en las principales ciudades del país), aclarando que esto era sólo el comienzo porque ya vendría la toma del poder, la tan esperada revolución popular, nobles propósitos a los que destinarían nuestros propios recursos, quitados a la fuerza. Nadie, como es obvio, se atrevió a replicar.
El miedo era enorme, creciente. Por todos, sí, que podríamos caer asesinados (en una terrible masacre como las tantas que habían cometido a lo largo y ancho del territorio nacional o en el enfrentamiento con la Policía si llegaba), pero especialmente por los seres queridos, como mi madre, una persona anciana, muy enferma, cuyo corazón -pensaba yo, angustiado- podría no resistir la presión a que estaba siendo sometida.
Para colmo de males, el jefe miró a Sebastián, que entonces era un adolescente, amenazándolo con reclutarlo en sus filas, como lo venían haciendo también con muchos jóvenes -¡y menores de edad!- en el país. “¡No! ¡No lo hagan!”, les rogué, pidiéndoles que no le fueran a causar una pena tan grande a su madre y su abuela. De nuevo, la compasión parece haberlos hecho reaccionar en forma favorable.
La operación tardó como diez o quince minutos que para nosotros, las víctimas, fueron décadas, interminables. El saqueo fue general, colectivo -¡hasta en la cocina, según vimos sorprendidos poco después de la huída atropellada de los delincuentes!-, y a varios nos robaron los vehículos, en los cuales se movilizaron con absoluta tranquilidad (el mío, a propósito, fue recuperado dos semanas más tarde, en Ciudad Bolívar, totalmente desvencijado).
Gracias a Dios, no hubo muertos ni heridos. Sólo fue un robo, si bien el propietario del negocio tuvo que cerrarlo meses más tarde por las cuantiosas pérdidas que no pudo cubrir, mientras yo salí bien librado, aunque el jefe en cuestión dijo antes de irse que al revisar los documentos personales encontró el de algún periodista, al que más le conviene -gritó, amenazante- no decir nada de lo que había pasado. Asentí de inmediato, para mis adentros.
La noticia no salió siquiera en la prensa. Nunca supimos, en fin, qué fue de ese grupo de malhechores y quiénes eran. Sólo ahora, cuando acaba de firmarse el acuerdo de paz con las Farc, es de esperar que alguno de ellos diga la verdad, confiese el delito, denuncie a sus cómplices o compañeros de lucha y todos a una se arrepientan por sus terribles fechorías, nos pidan perdón por tanto sufrimiento infligido y se comprometan a no incurrir nunca más en sus actividades delictivas, demostrando con hechos, en la práctica, que cumplirán lo prometido, condición básica para ser favorecidos con la amnistía que al parecer el Estado y la sociedad colombiana les concederán.
¿O prefieren que sigamos siendo sus víctimas, sin reparación posible? ¡Vaya uno a saber!