29 de marzo de 2024

“Trump-adas” a la democracia

7 de agosto de 2016
Por Jorge Emilio Sierra
Por Jorge Emilio Sierra
7 de agosto de 2016

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

Sierra Jorge EmilioEl suyo es un rostro agresivo, como el de un boxeador cuando sube al ring. Se ve lleno de ira, con esa rabia incontenible que refleja en sus ojos, en sus gestos característicos, en sus manos crispadas, con los puños cerrados, y sobre todo en sus frases hirientes, cortantes, con que ataca a sus rivales, a quienes menosprecia en medio de burlas. Celebra, sí, sus triunfos, cuando ve derrotados a los demás, tendidos en la lona.

Su nombre es Donald Trump, claro está. Y es el candidato presidencial del partido republicano en Estados Unidos, donde ya está a punto de convertirse en jefe del Estado, su gran sueño, apenas digno de una persona como él que se considera superior, fuera de serie, tan imponente como las enormes torres que ha levantado por doquier, desde Nueva York hasta Panamá. Y como es un empresario, de tanto éxito, entre los hombres más ricos del país más poderoso de la tierra…

Pero, ¿cómo fue posible que este personaje, tan pintoresco que hace apenas pocos meses movía a risa al iniciar su campaña electoral, sin que nadie apostara un peso por su candidatura, esté ahora donde está, cerca de convertirse en el flamante sucesor de Obama? ¿Cómo? Intentemos algunas respuestas, en gracia de discusión.

La primera, sin duda, es su forma de hacer política. Nunca antes la había hecho, por cierto. Es el típico antipolítico, que llaman. Y por eso gusta, incluso en países como Colombia, a unos electores cansados de los políticos tradicionales por sus promesas incumplidas y, sobre todo, por la corrupción en que muchos terminan incurriendo. Con banderas así, no son pocos los aspirantes que pescan en río revuelto. Y él ha sido uno de ellos, acaso en mayor grado.

No solo eso. Como Trump viene del sector empresarial y maneja al dedillo las estrategias de marketing que son tan necesarias en la política contemporánea, resultó ser un especialista al respecto. Con óptimos resultados, por lo visto: vendió su imagen, posicionó su marca en el mercado y barrió a sus competidores en cabal ejercicio del capitalismo salvaje que llegó a promover en un reality show por televisión. No es de extrañar, entonces, que haya salido de su propio casino con los bolsillos repletos de dólares.

¡Ni qué decir del fuerte nacionalismo que encarna! ¡Ahí está precisamente la clave del asunto! En una nación que ha soportado graves crisis económicas en los últimos años, de las que ni siquiera logra salir por completo, y ante la amenaza terrorista que se cierne tras la caída estruendosa de las Torres Gemelas y el avance internacional del fundamentalismo islámico, el terreno está abonado para una campaña triunfante como la suya. Algo similar le pasó a Hitler en su amada Alemania.

Hace creer, en consecuencia, que en su país las cosas van de mal en peor, que su liderazgo mundial se ha perdido (y nunca más, como es obvio, podrá recuperarlo si él no sube al poder), que los chinos le seguirán pisando los talones hasta superarlo e imponer su modelo comunista a lo largo y ancho del planeta, que los árabes vienen por lo mismo, que los mexicanos son la causa de todos sus males, etc. ¡Y la gente, aterrorizada, termina acrecentando sus filas, como tantas veces ha ocurrido en la historia!

La situación es en extremo preocupante. Con un personaje de tales condiciones, cualquier cosa puede suceder. Su bandera nacionalista, agitada a cuatro vientos, para volver a hacer de Estados Unidos el Number One en el mundo, cueste lo que cueste, nos puede costar demasiado. La paz mundial, en primer término. Pero, también un capitalismo desbocado, insensible, sin alma, que dé al traste con los tratados de libre comercio mientras levanta muros en las fronteras, y una política sin escrúpulos, sin ética, donde se echen por tierra los escasos aunque significativos esfuerzos por fortalecer la débil democracia moderna que aún tenemos por fortuna.

¿Qué será, por ejemplo, de la defensa de los derechos humanos en que la humanidad parece estar comprometida? ¿O de los derechos laborales, cuando estamos ante un empresario que mira por encima del hombro a sus subalternos, como seres inferiores? ¿O del terreno ganado –con sangre, sudor y lágrimas, al decir de Churchill- en la lucha contra el racismo o contra la discriminación en sus múltiples formas: contra los negros, contra los musulmanes, contra los mexicanos y, en general, contra quienes no son auténticos norteamericanos dispuestos a dar hasta la vida por la grandeza de su patria?

¿Qué será, en fin, de los sagrados ideales democráticos, como la igualdad social basada en principios de equidad y confraternidad entre los hombres? ¿No deberíamos más bien acercarnos a esos ideales, por lejanos que estén, en lugar de alejarnos, quizás sin posibilidad de regreso? ¿Se acerca el fin de la democracia, a la que debemos corregir en lugar de acabarla?

El tiempo, como siempre, nos dará las respuestas.