Epílogo del sesquicentenario
mario arias gómez
Concluye ese magro balance sobre los fantásticos días de celebración con motivo del sesquicentenario y Fiestas del Hacha de la exótica ¡Pensilvania!, fuente de inspiración -lo digo sin ambages- de nuestras ansias, empeños, esperanzas, ilusiones, pasiones y sueños exhumados en mis humildes “Crónicas de vida”, barruntadas como mimado homenaje a la endémica comarca de la que años ah salimos, apoyados y afianzados por el ejemplo de los padres, las fortalezas pulidas por los espléndidos, generosos y cabales maestros de la escuela Urbano Ruiz y Hermanos del colegio la Salle que nos prepararon y abrieron nuevos horizontes, fortificados por el nutricio aire puro y fresco de la tierra que aún baja de la montaña. Viático que junto evocado trino de los pájaros, modelaron nuestro talante. Aves desaparecidas lamentablemente del hábitat suplantado por los inmensos cultivos del monocromático y foráneo pino; devastadora y ruinosa especie causante sin duda de lastimoso e irreparable daño ambiental.
Tierras degradadas por tal motivo y que solo han dejado a los paisanos aridez, atraso, pobreza, desplazamiento. Dominios otrora pródigos en copioso pan coger que proveían las necesidades alimentarias del pueblo. Abundancia mudada a la escasez que hoy padecen los pobladores y que será la herencia que recibirán las generaciones de relevo, dicho esto sin doble intención, ni mortificar ni molestar a nadie, solo con el saludable afán de hacer conciencia por la comprobada e innegable realidad de saber que para comerse un huevo -antes criollo-, un queso, una fruta, o tomarse un vaso de leche, o un jugo, o consumir todo lo de plaza -fríjol, plátano, cebolla, cilantro, papa, yuca, tomates, yerbas medicinales, aromáticas, etc.- lo que antes se daba en el campo o en la huerta casera, todo, absoluta y abrumadoramente todo, se lleva de afuera, sumado al prohibitivo costo del transporte, hace casi imposible que el pobre se pueda alimentar apropiadamente. Anteriormente de Honda solo se llevaba la sal y la manteca.
El campesino que antes labraba la tierra en medio de cánticos, hoy se ocupa en hacer las politizadas colas para que lo inscriban en el SISBEN o para ser incluido en una lista como desplazado, lista en la que no son todos los que están ni están todos los que son, a la espera de los limosneros subsidios mientras matan el tedio y el tiempo midiendo calles, jugando cartas, billar, dominó, parqué o bebiendo.
De ¡Pensilvania! desapareció el azahar de los naranjos, las aromas de la chirimoya, breva, durazno, guayaba, mandarina, mora, papayuela, tomate de árbol, uchuva, zapotes, guamas, cañafístula, etc. y por ende los ricos dulces de la abuela. Solo queda el celestial eco melodioso del runruneo de sus cristalinas y danzarinas aguas que descienden entre piedras -a veces con furia- en invierno. Espíritu del recuerdo que ha escoltado el emigrar y vagar por el mundo, sumidos en aludes de nieblas, en el abismo de lo incierto. Insondables soledades saturadas de carencias y llantos.
A propósito, pocos conocen o recuerdan la tremenda borrasca que en una noche de infierno rabiosa del cerro la Cruz y se llevó al más allá a Hernán Arias Sepúlveda, quien salió a curiosear la fuerza con que corría por la calle que desemboca en la plaza donde está la casa cural y hace esquina con la antigua vivienda de Luis Higuera, Mauro Mejía, enseguida de la de Luis “Chócolo”; Gallinazo, Nepo -el sastre-; Rufino Ramírez, hermano de Tulio y Olegario; del exgobernador, Javier Ramírez Cardona, café “Mi Ranchito”, calle en cuya cabecera vivieron Santiago Gonzáles, el médico Romeo Quintero, el inolvidable Manuel López e Isabelita, Bernardo Ospina, padre de la Reina del Centenario, la bella Selma, a quien entrevisté a través de la TV Nacional, junto a Otto Aristizábal, alcalde de entonces. Inédito registro fílmico -único- que aporté a la memoria histórica de Pensilvania y que puse en las descuidadas manos de Darío Ramírez, exalcalde, quien no da cuenta del valioso documento -cuando debiera-, entregado en un acto ceremonial en la antigua capilla del colegio, proyectado frente a un sinnúmero de testigos.
Es para nosotros imborrable el momento en que partimos entre lágrimas de la tierra amada con una deslustrada maleta de cuero curtido en la tenería de Baldomero Zuluaga, para tomar un “barco de papel” que nos llevaría a mares inciertos, con un equipaje lleno de tinieblas, orfandad, sueños libertarios, efímeras y mudables quimeras que en esta visita que ya termina se han entremezclado con evocaciones y remembranzas de juventud, sentimiento de ser y no ser como el de Hamlet – Shakespeare-, de estar y no estar, de permanecer o volver a alzar vuelo aturdidos por las emociones revividas en esta corta estadía, desgarrados, destrozados,
Parábola de vida y muerte forjada durante años de nuestro eterno peregrinar, y que se sustenta en un loco delirio y aislamiento que aprietan el alma. Furiosa marejada idéntica a la que llevan a cuestas los marineros, la que en nuestro caso se aplaca con llegar al idílico, sereno y soñado entorno pensilvense, que es de una belleza desequilibrante y que lo enmarca sus elevadas y verdes montañas donde el fuerte silbido del viento es rey que castiga los picachos, coronados de nubes grises y juguetonas, visibilizadas por soles arrobadores o diabólicos rayos.
Nimbos poblados de ebrios gigantes e irreales ángeles en movimiento, poseídos por sisellas mensajeras. Héroes de infancia que alimentaron el imaginario de este modesto esteta, obstinado, persistente e impenitente soñador. En su ¡Pensilvania! del alma quedaron parte de sus antepasados que la Señora Muerte -tan caprichosa a veces- se los llevó inesperadamente. Improntas de un ayer en que las esperanzas y errores completaron nuestra adultez.
Absorto y titubeante este eremita -sediento de eternidad-, registra el renacer que implicó el gustazo del feliz reencuentro en el legendario paraíso de la niñez, cuya partida nos causa inenarrable dolor que solo el pronto regreso alivia. Estadía que fue alimento de vida, milagroso tónico que nos revitaliza y retrotrae a cuando frisamos los quince abriles. Epopeya capaz de transformar entonces el universo y que, hilo tras hilo fue tejiendo la perenne historia del edén encantado. Olimpo que viaja en la cápsula de tiempo. Hoy, viejos y agotados de tanto soñar, los recuerdos no acceden a morir, ni lo harán jamás, pues los cedimos a los herederos con el compromiso de darle continuidad con sus vivencias.
Esta vez pensé reencontrarme con ese joven y anónimo muchacho, cuya jubilosa juventud fue deleite y dicha, sin percibir nunca la inatajable y sombría carga del fin. Al despedirnos, nos vamos felices luego de desandar con paso cansino, viejos senderos de una época dorada, frustrado sí de no haber encontrado las perfumadas y armónicas chicas de ayer, de embeleso, reemplazadas hoy por mujerotas de ojos castaños y pelo largo, piel color canela, con el frescor y fragancia de quinceañera recién bañadas, que engalanaron el desfile de luces del viernes y el cálido ambiente, pero para otros paladares. Felicitaciones y loas al señor alcalde y organizadores que hicieron posible el adecuado, amable, oportuno y radiante reencuentro. Pensilvania, 14 de agosto/2016
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