Un prólogo de Pacheco para Jaime R.
Por Orlando Cadavid Correa
Uno de los mejores homenajes que recibió en vida el maestro Jaime R. Echavarría quedó plasmado en su libro autobiográfico ‘Mis canciones’, cuyo prólogo, lleno de cariño, corrió por cuenta del finado Fernando González Pacheco, quien fue por casi cinco décadas primera figura de la televisión colombiana.
En la obra publicada en 1995 –que desafortunadamente tuvo circulación cerrada y no pasó por las vitrinas, ni las estanterías de las librerías— el notable cantautor fallecido en su natal Medellín el 29 de enero de 2010 relató su vida en un lenguaje cálido, sencillo y amable, sin ninguna pretensión literaria.
Un experto en el manejo de la comunicación de masas, Pacheco (desaparecido el 11 de febrero de 2014) se inventó un argumento bien original para dejar satisfechos a los lectores proclives a las comparaciones:
“Muchos piensan que Jaime R. es el Agustín Lara colombiano; yo, que he admirado al autor de ‘María Bonita’, me atrevería a decir que es igualmente válido hablar de Lara como el Jaime R. Echavarría mexicano. Sólo la modestia de este hombre que ha sido economista de éxito, empresario modelo, funcionario público ejemplar y, por encima de todo, poeta y músico, explica que su nombre no figure en los grandes nombres comerciales al lado de Lara y Rafael Hernández. Porque, lo que es su obra, está a la misma altura, como lo atestigua el hecho de que se halle regada por el mundo”.
El número uno de la caja mágica desgranó así la mazorca autoral de su amigo de siempre:
“Con pocas excepciones, las canciones de Jaime R. son inspiradas por amores y compuestas bajo la infalible inspiración femenina. Incluso ‘Noches de Cartagena’, que podría ser un cariñoso himno a la ciudad más hermosa de Suramérica, encierra en el fondo el homenaje a una mujer: “Allí es donde quisiera estar contigo…”. Como ocurre con los sentimientos en la vida real, algunas de sus canciones son de esperanza y alegría, como ‘Cuando voy por la calle’. Otras, de dolor y ausencia, como ‘Me estás haciendo falta’. Y algunas lloran amores perdidos y decepciones sufridas como ‘La canción del mar’: Pero, insisto, prácticamente todas salen del corazón y vuelven a él, porque quien las escucha siente ese estremecimiento que solo dejan los asuntos de los que Juan Manuel Serrat llama “La sinfonía del hombre y la mujer”. Y qué decir de las bambuqueras ‘Serenata de amor’ y ‘Muchacha de mis amores”!
El empirismo musical del único Echavarría que no se hizo famoso por la plata y las telas sino por la belleza de sus canciones, también fue abordado en el prefacio editorial por el inolvidable Pacheco:
“El libro que lleva este prólogo, tan indocto pero tan lleno de cariño, cuenta la biografía de las principales canciones de Jaime R. y transcribe su música en versiones de pentagrama que la mayoría de los lectores no entenderán. No importa. Jaime R. tampoco. El no sabe nota; no lee pentagrama, ni es capaz de distinguir una corchea de una mancha de aceite. El es pura música y cero academia. Sin haber pasado por un conservatorio, escribe letras de extraordinaria belleza, compone melodías exquisitas y originales; toca el piano con increíble destreza y canta con gran sentimiento, aunque su voz no sea propiamente la de un divo profesional. Como dijo una caleña admiradora suya: “me encanta lo mal que canta”.
La apostilla: El peor susto de su vida no lo afrontó Jaime R. Echavarría aquella noche de 1962, cuando se encerró en el estudio de Sonolux, a grabar su primer disco de larga duración, atendiendo el ruego de don Antonio Botero Escobar, el fundador del sello fonográfico lamentablemente desaparecido. Lo vivió en 1967, en Addis Abeba, (Africa Oriental), al presentar sus cartas credenciales ante el emperador de Etiopía (El negus Hailé Selassie) quien se hacía acompañar en el trono por dos enormes leones de gran melena, carne y hueso que rugían como si estuvieran en un zoológico a medida que avanzaba la ceremonia protocolaria. El paisa sudó petróleo aquel remoto día en el pomposo palacio etíope.