Dicen que se fue
Desde Cali
Víctor Hugo Vallejo
Llevan treinta diciendo que se fue, que se murió, que dejó de existir, que lo enterraron en el Cementerio de Pleinpalais, en Ginebra, Suiza y lo peor es que insisten, incluso ahora, por éstos días, seguramente le van a hacer homenajes, recordatorios y reseñas –como esta-, pero eso no es cierto. No se ha muerto. Nunca se murió. Nunca se va a morir. Nos vamos a morir los demás, que no hemos sido ni inteligentes, ni brillantes, ni mucho menos genios. Los genios no mueren. Se quedan en su obra.
Y estamos ante uno de los más grandes seres humanos que haya dado la tierra. Una inmensa figura que pareciera que hubiese nacido estatua, pues para hablar de él es necesario mirar hacia arriba, rendirle el respeto que siempre se mereció y llamarlo por excelencia Maestro de la palabra, del ser, del pensamiento, del decir, del imaginar, del sueño en los sueños.
El 14 de junio de 1986 en Ginebra, la ciudad de sus cariños y adhesiones, pues seguramente se sentía más suizo que argentino, aunque nunca tuvo palabras de descortesía para con el país en el que llegara al mundo, y en sus obras hay más pensamiento argentino que en muchos de los autores a quienes se les caracteriza como tales, se acabó el cuerpo físico de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, para todo el mundo simplemente Jorge Luis Borges, el ciego luminoso y brillante.
Son treinta años desde cuando su cuerpo inerte fue llevado al Cementerio de Pleinpalais, donde permanece su tumba, en la que muchos turistas se toman fotos porque se trata de un famoso, aunque nunca hayan leído ninguna de sus obras, pues no es cosa fácil asumir su conocimiento, ya que escribió para si mismo, antes que nada. Lo hizo con tal maestría que tuvo que permitir que el mundo se metiera en sus vocablos y lo tuviera por siempre jamás como una de las voces mayores del siglo XX en la literatura universal y en la cultura del mundo.
Una voz que no se acalla, que se acrecienta cada día. Una obra que no es para leer sino para releer, pues en cada paso de nuestro pensamiento por el pensamiento del Maestro Borges es como ir aprendiendo de nuevo. Y le descubrimos muchos elementos que en una primera vez no fuimos capaces de encontrar aunque allí estaban. Volver a leerlo es saber que aún restan muchas lecturas de sus poemas, de sus ensayos, de sus novelas y de sus cuentos cortos con la majestuosidad que nunca más nadie ha conseguido. Ser capaz de contar una historia completa en menos de treinta palabras es tarea única y exclusiva de los genios. Y lo hizo muchas veces. Son cuentos breves en los que cabe el mundo.
Borges cuando tenía seis años ya sabía leer en inglés, antes que en Español. Y ya sabía que sería escritor. Así se lo hizo saber a su padre, con la contundencia de quien es capaz de mirar el futuro desde si mismo, en la seguridad de que sabe de que está hablando.
Era tan en serio su decisión de ser escritor que a los siete años escribió su primera obra. Por supuesto, en inglés, y fue un resumen de toda la mitología griega, en cuyos laberintos se movió siempre con el dominio de quien conoce la totalidad de los extraviados caminos de dioses mayores, medios y menores y sus funciones ante el mundo de aquí y el de más allá propuesto por quienes crearon esa inmensa mitología determinante en la formación de la sociedad futura. Era un niño metido en el conocimiento de lo clásico, de donde se extrajo la cultura occidental.
A los ocho años escribe en español su primera obra “La visera fatal”, un relato inspirado en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, conocido por ese pequeño que seguramente tenía dificultades para alcanzar los libros de los estantes de las bibliotecas. A esa edad ya estaba metido en la más grande obra de la literatura universal, en lo que muchos llaman la invención de la novela moderna.
A los nueve años tradujo del inglés “El Príncipe feliz” de Oscar Wilde, como un hecho de juego de quien prefería los libros a las canicas o la pelota de fútbol de vocación argentina. Y es una de las mejores versiones de esta obra del maestro londinense.
En 1914 su padre decide residir con su familia en Suiza y allí va el pequeño Jorge Luis, quien en Ginebra cursa sus estudios de bachillerato, mientras escribe poemas en francés. No pierde el contacto con la literatura, la filosofía, la mitología, el saber universal en varios idiomas, aprendidos por si mismo, sin escolaridad regular.
En 1921 la familia decide regresar a Buenos Aires y el joven de 22 años comienza a descubrir el mundo argentino como si fuese una iluminación. Se interesa por el gaucho cuchillero, se mete en los arrabales, se sienta a escuchar con cuidado el tango y termina por definirlo como ”Un sentimiento triste que se baila”.
En 1923 publica su poemario “Fervor por Buenos Aires”, para mostrar los enormes descubrimientos que ha hecho de Buenos Aires, los que a su vez lo son para todos los argentinos, pues se trataba de la mirada luminosa de quien era capaz de ver mucho más allá de lo que los demás mortales son capaces de hacerlo. Un Buenos Aires profundo, contradictorio, sensible, llorón, tristón, sentimental, cariñoso, profundo, para amarlo por siempre jamás. En ese mismo año publica “Luna de enfrente” e “Inquisiciones”. La mirada cierta de quien todo lo ve.
En 1930 comienza a trabajar en sus primeras obras de creación narrativa y entrega la novela “Historia mundial de la infamia” en 1935. A esta le siguen “Ficciones” en 1944 y el más famoso de sus libros “El Aleph” en 1949, que se sigue leyendo como una gran novedad para las nuevas generaciones que se preguntan y quien es este señor que escribe de una manera tan universal.
En 1954 comienza a padecer de la agudización de su enfermedad visual que lo deja ciego a los 55 años, en lo que pudo ser – según el pensamiento de los demás, que no el de él-, el final de la luminosidad de su producción. No podía vivir sin los libros. Ya no los podía leer. Necesitaba lectores a su lado, en voz alta, y siempre los tuvo. Su primera lectora fue su madre. Luego otros, como Adolfo Bioy Casares, su mejor amigo por siempre jamás, a quien conoció en la década de los treinta. Ahora veía mucho más allá de lo que podía hacerlo cuando miraba el mundo de las cosas. Estas se le quedaron en su mente y siempre las dominó. Además su mundo era el de la imaginación y para eso no es necesario ver. Fueron 37 años de vida en medio del reino de la ausencia de la luz, lo que nunca le hizo perder su clara luminosidad.
Su ceguera no le impidió seguir escribiendo y pensando, dictando conferencias y siendo respetabilísimo a nivel universal. Nunca le dieron el Nobel de Literatura, la Academia Sueca se lo perdió.
El mundo de los gauchos tuvo en su pluma la mejor cámara de fotografía visual pues por él conocimos esa existencia del compadrito, del cuchillero, del hombre que desde su instinto sobrevive para ser feliz con poco, pero con mucho de amor metido en su cuerpo. La biografía que hizo Borges de Evaristo Carriego es el gran canto a la pampa argentina y su gente.
Muchas veces se mostró cansado de la vida, de los lazarillos, de la ayuda, él el gran creador, el hacedor de sueños dentro de los sueños, el constructor de palabras contundentes capaces de sobrevivir los siglos de los siglos. Fue consciente de que tenía la capacidad de decidir exactamente la fecha de su muerte. El 27 de marzo de 1983 publicó en el diario de Buenos Aires “La Nación” el relato “Agosto 25 de 1983”, señalando con precisión que esa era la fecha de su muerte, porque en esa calenda se iba a suicidar. Todos estuvieron atentos. El 26 de agosto Borges seguía vivo. Así se supo. Hasta cuando habló con algún periodista que en tono inquisidor le interrogó porque no había cumplido con sus palabra pública de suicidarse el 25 de agosto de 1983 y de manera simple respondió ”Por cobardía”.
Siguió viviendo hasta cuando la vida se le agotó en el cuerpo, pocos días después de haberse casado con su asistente de los últimos años María Kodama, la estricta guardián de su vida, su obra y su supervivencia. El cuerpo se agotó el 14 de junio de 1986 en Ginebra, Suiza, después de 88 años de genialidad que tuvieron nacimiento el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires.
Dicen que se murió, pero eso no es cierto. Alguien capaz de escribir un verso como: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”, jamás podrá morir. Estará por siempre jamás. Los genios no mueren.