19 de abril de 2024

«Doctores» como arroz trillado

8 de mayo de 2016
Por Jairo Cala Otero
Por Jairo Cala Otero
8 de mayo de 2016

Por: Jairo Cala Otero / Corrector de estilo

jairo calaPor la audiencia que ha surgido alrededor de lo que, deliberadamente, decidí llamar «doctoritis», intuyo que el asunto generará muchos más artículos de los que yo sospechaba; pareciera que ha nacido una «serie» para complacer a unos colombianos, y para decirles una verdad a otros.

A unos y a otros digo porque algunos se molestaron (por fortuna fueron pocos) por las críticas hechas a los «doctores» que no lo son. No cabe duda que la molestia procede de aquellos en cuya vanidosa mentalidad no cabe la idea de que sus contactos y relacionados se atrevieran, algún día, a dejar de llamarlos «doctores». Su vida fantasiosa se derrumbaría de tajo, su «prestigio» y «respeto» rodarían por el pavimento, según su emperejilado parecer.

Para otros (los muchos) el engominado asunto se tornó buen tema de reflexión; y hasta empezaron a sugerir otros aspectos atinentes a la «doctoritis», por lo que, al ser proveído de más «elementos de juicio», me veo empujado a no defraudarlos. Yo interpreto aquellas voces como un clamor para no parar la «serie doctoral».

Acudo esta vez a una opinión que expresó Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá y exmilitante del desaparecido movimiento guerrillero M-19: «Aún recuerdo la cara de mis carceleros y torturadores cuando sabían que trataban con un subversivo al que los demás presos le decían doctor, no porque quisiera, sino porque es la costumbre de un pueblo que así llama al que sale de una universidad; o, muchas veces, al que solo tiene o es una corbata».

Mucha razón le asiste al exmandatario capitalino. Porque es una costumbre de los colombianos decirle «doctor» a quien use corbata, o gafas; se vista, regularmente, con chaqueta; calce zapatos brillantes; ocupe un cargo público; consiga un puesto como administrador de un negocio (aunque sea una panadería); maneje un carro, y suela dejarlo estacionado sobre un andén; sea elegido popularmente, aunque sea como miembro de una Junta Administradora Local (JAL); entre, de vez en cuando, a un restaurante con buen servicio; distribuya tarjetas de presentación personal en donde diga DOCTOR, en letras mayúsculas; entre otras facetas propias de la zalamería nacional.

Los campeones para «graduar» a los ahítos con la «doctoritis» son algunos ingenuos periodistas. Unas veces por lambonería, otras por crédula y ligera comunión con el inflamado «doctor», esos informadores no escatiman esfuerzos para mentar ese sustantivo en cada pregunta que le formulan a su entrevistado; o para recalcar que su invitado es el «doctor» mengano. Los almibarados periodistas «gradúan» a bocajarro, especialmente, a congresistas, concejales, alcaldes y directores de instituciones públicas. Todos son «doctores», según el criterio de los entrevistadores. Hasta la humorista Fabiola Posada («la Gorda»), el locutor Alfonso Lizarazo y el narrador Édgar Perea (q.e.p.d.), cuando ocuparon curules, eran llamados «doctores».

Centenares de colombianos viven encantados y engañados con tales títulos. Tal llega a ser su convencimiento que no faltan quienes, al responder el teléfono, dicen con esmerado acento: «A la orden. Habla el ‘doctor’ zutano». Si esa misma dosis de agrandamiento la tuvieran en humildad ¡cuán grandes y célebres fuesen!

(Próxima entrega: las universidades tienen culpa en la epidemia de la «doctoritis»).