26 de marzo de 2025

Artesano del verbo

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
6 de mayo de 2016
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
6 de mayo de 2016

Desde Cali

Víctor Hugo Vallejo

Victor Hugo VallejoA los diez y seis años supo que se dedicaría a la palabra. Había leído tantas en los muchos libros que siempre hubo en casa, que todas le eran familiares y cada vez les tomaba mayor apego. El oficio de la palabra permitía decir tantas cosas, de esas muchas que le pasan a la gente por la vida y que de tanto verlas a lo mejor en cualquier momento la rutina las llevan a que pierdan su real importancia. El no las quería ni olvidar, ni mucho menos dejar de lado. Las palabras le generaban un placer especial en el que se le iban los pensamientos y la imaginación le quería volar. Se propuso a partir de ese momento que sería un constructor de palabras, de muchas palabras.

Fueron 70 años los que les dedicó a la palabra. No supo de otro oficio. Lo suyo era la palabra escrita, pero alguna vez le dijeron que quien construía palabras escritas también era capaz de lanzarlas al aire delante de los demás y por eso también amó la palabra verbal, esa que se emite para quienes quieren o deben escuchar, como los auditorios voluntarios o de un aula de clase. La palabra era su vida. Ella y él siempre estuvieron juntos, produciendo incansablemente para muchos públicos, pero especialmente para aquel que no demandara complejas construcciones literarias, ni mucho menos pidiera exposiciones pontificales sobre tales o cuales materias, mucho mejor si les gustaba leer o escuchar las historias de todos los días, esas que son propias de los seres cotidianos con los que se choca tantas veces en el día, pero sin saber nunca de quien se trata y sin que deba o pueda existir el menor interés en establecer su identidad. No es necesario.

Y se gastó todas las palabras que trajo consigo. No quiso dejar ninguna al azar o alguna que pudiera ser completada por quienes le sobrevivieran. Supo cuando las palabras se iban agotando y cuando los días se le iban acabando. Tuvo dudas respecto de lo que pasaría después de la muerte, no sabía si entrar en el raciocinio de lo que le sucede a la naturaleza cuando deja de respirar, o asirse a las ilusiones que se edifican desde las muchas creencias que le entregaron en su hogar y en su medio de socialización. Tuvo la duda, pero no la resolvió, apenas dejó el interrogante.

Fueron tantas las palabras que construyó que le alcanzaron para publicar sesenta libros, de ensayo, narrativa, poesía, teatro, guiones de TV, en fin de todo aquello que tiene como materia prima la palabra. Eran palabras que le fluían con la facilidad del artesano que pule a diario su obra, sabiendo que cada vez hará mejores o peores productos, pero que no vivirá un día en vano como para no tener al final de cada jornada los que se ha propuesto. Miles, de pronto millones, de palabras, salieron de esas varias máquinas de escribir en las que siempre trabajó, hasta el final de sus días, con el necesario apego al respeto al idioma, al arte del buen decir, a abstenerse de hacer innovaciones escandalosas con la lengua, a contar muchas historias que todos han visto por la calle, pero que solamente a él se le ocurría trasladar al papel, con el que daba la lucha eterna de la página en blanco al comienzo de cada hora, de la revisión, de las tachaduras, de las enmendaduras, de los ajustes, del quite, del ponga, del agregue, del disminuya, de vuelva a otra página en blanco y rehaga de nuevo las ideas, de pronto sin que le quedara mucho de lo primero escrito. Es el trabajo del escritor cuidadoso que no confía en lo primero que se le ocurre escribir, pues sabe de las muchas exigencias que tiene el arte del buen decir. Una lucha tenaz con el idioma que a veces deja la sensación de ser el vencedor. El nunca se dio por vencido. Luchó y lo hizo con la consagración del hombre disciplinado, entregado al hacer del verbo, dedicado exclusivamente a vivir por lo que escribía y decía. Sólo su ser natural lo pudo callar. Se le acabó la vida al cabo de 83 calendarios. Ya no habrá más palabras de su pluma.

El 2 de mayo de 2016 falleció en Bogotá el escritor Fernando Soto Aparicio, una de las grandes figuras de la literatura moderna colombiana, que al despuntar la década del sesenta en el siglo XX, se presentó como un verdadero fenómeno en la narrativa de lo social. Fue bien recibido. Fue bien leído. Se le sigue leyendo en lo esencial. Tuvo todas las oportunidades que deben dársele a quien ciertamente posee el don del bien decir. Por eso lo llamaron a construir palabras para las series de TV, incluso de radio, cuando en esta tenían espacio el arte y la literatura y no estaba dedicaba a “moler música” las 24 horas, o a resonar escándalos cotidianos de corrupción y bellaquería que hoy son noticia y mañana son olvido, pero que encienden las preocupaciones de los colombianos pensando que ahora si se va a acabar el país. Si este fuera como lo pintan los noticieros de radio todos los días, necesariamente ya no tendríamos país. Lo llamaron a hacer guiones de radio, cuando en esta se creaba para divertir e instruir. Y las casas editoriales vieron en él un productor de elementos comerciales en la medida en que en los programas educativas muchas de sus obras fueron incluídas como lecturas escolares obligatorias. Fue un artesano profesional de la palabra.

Nacido en el municipio de Socha, Boyacá, en 1933, llevado muy niño a Santa Rosa de Viterbo en el mismo Departamento, cuando supo que tenía alas para irse de la provincia y buscar las oportunidades en Bogotá, se fue allí y excepción hecha de sus viajes de conocimiento o de turismo, fue su domicilio hasta cuando la muerte le dijo que su patología se le había gastado la vida.

Fernando Soto Aparicio, un excelente narrador, se quedó en el molde de contar lo social desde lo tradicional, es decir la transcripción, no muy cuestionada, de la realidad que le posaba por sus ojos, dándole un papel sustancial en sus narraciones a las mujeres, de quienes siempre reivindicó sus derechos y sus oportunidades. No ir más allá lo llevó al éxito moderado de vivir de escribir y hablar. No se salió del esquema para no correr riesgos. Y además le correspondió, como a toda una generación de escritores, ser “suplente del Papa”, pues por esa misma década comenzó a surgir la figura cimera del idioma español moderno, Gabriel García Márquez, que opacó a talentos como él, como Manuel Zapata Olivella, como Germán Espinosa, como Benhur Sánchez, como Víctor Gaviria, como Manuel Mejía Vallejo, como Alberto Aguirre, como Alvaro Cepeda Zamudio, como German Vargas Cantillo, como Héctor Rojas Erazo, como tantos y tantos, que sólo son apreciados por los “ratones de biblioteca”, que parece ser somos especie en vía de extinción. Ahora el placer de un libro en la mano y su olor casi orgásmico es reemplazado por mensajes de pocas palabras y muchas imágenes volátiles, que hoy son y mañana no serán. No haber avanzado hacia un arte más arriesgado, de mayor propuesta y tener esa inmensa sombra larga sobre su cabeza, atentó contra este hombre que de la palabra hizo su vida.

Fueron sesenta obras, No todas de la misma calidad. No es posible que el arte se produzca en serie. Pero como alguien dijera alguna vez: un mal verso no daña a un buen poeta y un solo buen verso hace a un gran poeta. Su obra sustancial fue la publicada en 1962, “La rebelión de las ratas”, en la que hizo visibles a los recicladores, aquellos seres humanos que viven de lo que los demás desechan. Su primera novela publicada fue “Los desventurados”, en 1960, en 1966 publicó “Mientras llueve”, en 1970 “Viajes al pasado”, en 1973 “Mundo roto”, en 1974 “Puerto silencio”, en 1980 “Camino que anda”, e incluso en literatura infantil también publicó “El color del viento”, “Guacas y Guacamayas” y “Lunela”.

El año anterior lo agredió una enfermedad terminal y supo que se le acababan los días y las palabras. Vivía el infierno del dolor constante, que se calmaba con medicamentos heroicos, pero que volvía con la insistencia de lo que nunca se va a ir. Dijo que le dolía hasta el silencio. Sabía que su vida era la de quien llega al final. Vivió de la palabra y si dijo la vida en palabras, quiso que la muerte también se pudiera decir en palabras y no tuvo temor de contar su propia agonía en su libro final “Bitácora del agonizante”, en el que dejó el testimonio de cómo se le iba la existencia día a día y dijo lo que no quería que los demás dijeran por él. Fue publicado en diciembre de 2015. Un artesano consagrado, realiza su último producto con sus propias manos, no lo confía a los demás. Deja una obra que en lo esencial lo hará inmortal. En lo abundante podrá ganar el olvido. Vivió y murió con y por la palabra.