Los perros también lloran
Su esposa tuvo un inesperado accidente. Velozmente fue necesario llevarla a una clínica, dejando en el campo a los mastines. Es indes- criptible su angustia desesperada cuando se percataron que sus amos habían desaparecido. Merodearon por todos los rincones de la vivienda, los buscaron por los pastizales, aguzaron sus oídos para escucharlos y, por último, se atrincheraron rabiosamente en el cuarto en donde, con los suyos, pernoctaban. Paraban las orejas, miraban con desconsuelo, ladraban con `profunda tristeza, se recluían debajo de las camas, hacían otra vez rondas por los cuartos, retornaban a sus lechos, salían a los predios campestres, regresaban, y daban unos largos aullidos con un triste eco de punzante dolor.
Hachi desapareció.Cuando fuimos advertidos de su ausencia, salimos a buscarlo. No respondió a nuestras voces. Dos horas después Guillermo regresaba a la cabaña con la enferma repuesta de su dolencia. El pequeño gozque, buscando a su amo, había avanzado, solo y desesperado, unos cuatro kilómetros por la carretera. Un golpe de suerte evitó su extravío definitivo. Cuando el matrimonio llegó a la casa, Paquita se enloqueció. Brincaba como si fuera de caucho, lanzaba rezongos para reclamar por qué la habían abandonado, saltaba sobre las `piernas de su dueño. Finalmente, Hachi y Paquita recobraron la felicidad.
Este corto pero inmenso drama nos conduce a meditar en los sentimientos de los animales. Ellos conocen la voz de quienes viven en su entorno,los entienden en sus gestos, hacen de las zalamerías un rito de extroversión, se acoquinan ante los regaños y recobran su alegría, batiendo sus colas, cuando perciben que son perdonados por sus ligerezas.
Estos dos pequeños animales de pronto recuerdan su vida de vagabundos, el hambre que arañó sus estómagos, las noches de frío sin aleros protectores, los golpes que recibían de personas desalmadas que solo conocen el idioma de los zapatazos.
En un amanecer un hombre de cristianos sentimientos los recogió y los incorporó a su familia. Los trasformó. Desaparecieron los grumos pegajosos de su pelo, conocieron el aseo de los dientes, les cortaron las uñas, y empezaron a comer como reyes. Esa metamorfosis se evidenció. Cambiaron de pelambre, se avivaron los ojos, se volvieron saltarines, sus ladridos adquirieron tonalidades vigorosas y se acostumbraron a una nueva vida de complacencias burguesas. Del insulto pasaron a escuchar palabras de cariño, los golpes inmisericordes quedaron en el olvido y ahora, atrás en un automóvil, como ricos, sacan sus cabezas para mirar desde una posición privilegiada, el tímido correteo de sus congéneres que soportan una vida desgraciada.