La guerra y la paz
Una rápida averiguación me permitió saber que estaba en las antípodas de nuestro país, situada entre Tailandia al norte, Laos al este y Vietnam al sudeste; atravesado por el rio Mekong que nace en la cordillera del Himalaya y desemboca en el mar de China, después de recorrer seis países desde China continental hasta Vietnam y, como nuestro rio Magdalena, en la época de la colonia, desempeña el rol de ser el centro de la población y, desde luego, de toda actividad económica del país.
La historia y el destino parecen signados por la guerra, primero con sus vecinos Siam y Vietnam, para dar lugar después a intensas luchas fratricidas que obligaron al gobierno a obtener refugio bajo el Protectorado Francés para defenderse, situación que terminó con la invasión por parte de los japoneses durante la segunda guerra mundial. Finalmente se tornó en un reducto de la decadencia del gran imperio hindú budista creado por los Khmer.
De la época contemporánea es imposible olvidar “el más metódico y frío genocidio del siglo XX que sobrepasó en monstruosidad al nazi, estalinista o maoísta”, cometido por el dictador pro chino Pol Pot y los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979, contra más de la cuarta parte de la población, en el afán de ponerle fin a la historia, sepultando de un solo plumazo el pasado y absolutamente todo lo que lo representara. Para ello, el régimen proscribió todo lo que viniese del extranjero, las milenarias costumbres y los usos sociales, la religión, la política, las leyes del mercado, el vestuario, la familia, la educación y en fin todo lo existente hasta ese momento, para comenzar de cero una nueva época. En la búsqueda del “enemigo oculto” exterminó a todo aquel que considerase atentatorio contra el Estado sea por hablar un idioma extranjero, usar gafas, tener título universitario o carecer de callosidad en la palma de las manos o haber sido funcionario en las administraciones anteriores, no sin antes haber evacuado a la fuerza las poblaciones urbanas con el pretexto de evitar un supuesto ataque aéreo de parte de los Estados Unidos.
En ese extraño contexto me dio por indagar con varios ciudadanos su concepto sobre la guerra y. para mi sorpresa, obtuve por respuesta que la guerra era para ellos una bendición de Buda puesto que les daba dotación completa, víveres de calidad para subsistir, buena paga y sobre todo, un fusil con poder para conquistar cualquier mujer, expresión que acompañaba con el gesto de adelantar la rodilla izquierda con leve inclinación del cuerpo, mientras con las manos simulaban poseer el arma con el cañón dirigido al cuerpo femenino caído en el piso. Ante tan brutal respuesta solo atiné a pensar que aquí usábamos serenatas, ramos de flores, chocolates y poesías para conquistar el eterno femenino, no siempre con buen éxito.
En el cuarto del hotel pude reflexionar con tristeza pensando que la guerra es una cruel realidad mientras la paz, como la libertad, es una quimera en cuya búsqueda la humanidad agota todas sus energías; y sobre el concepto angelical y romántico que los colombianos tenemos sobre el fenómeno. Por eso no dudé en suscribir las conclusiones de la Misión de Observación de la ONU, en el sentido de que “las elecciones se celebraron en forma razonablemente libres y limpias”, a pesar de que tuvimos noticias de que candidatos opositores fueron encarcelados o asesinados.
En el viaje de regreso hube de recordar la advertencia de Otto Morales Benítez sobre “los enemigos agazapados de la paz” que se atraviesan por conveniencia personal a su conquista: son los mercaderes de armas y municiones, los que fabrican las dotaciones y los suministros, aquellos que trafican con la propiedad raíz en zonas de violencia y quienes comercializan drogas prohibidas que verían amenazado su negocio con la firma de la paz. En una palabra, los mercaderes de la muerte, como dijo un famoso novelista.