28 de marzo de 2024

La virtuosa Lila Downs, entre pecados y milagros

17 de mayo de 2014
17 de mayo de 2014

lila downs
Lila Downs, una de las voces bellas y arraigadas del folclore y el sentir mexicano. Foto: archivo particular

Lila Downs es, en cuerpo y alma, la  estampa rotunda del mestizaje. Bella al natural, sin esos rótulos y pretensiones cosméticas del marketing de las que está plagado el espectro de la música, hoy más producto que esencia, más vitrina que autenticidad, más estrépito mediático que virtud, más canutillos que humildad.

“Ante la música no se puede ser superior –ha dicho ella-. Es una de las artes de mayor compromiso y verdad. En la música sabes cuándo comienzas, pero no hasta dónde vas a llegar. Es un permanente aprendizaje. Por eso, como una esponja, te pasas la vida chupando todo el conocimiento posible, porque la música es muy grande y no puedes creerte más que ella. Hay que saberse humilde”.

Sus ojos grandes, negros, relampaguean cuando habla. Son unos ojos dicientes, expresivos, como su música, enmarcados en un rostro alargado de rasgos bien definidos; un cuerpo altivo y sano en la madurez, una presencia escénica que hace voltear la mirada al más desprevenido. Sí, porque Lila, tanto en el transcurrir personal como en tarima, es una puesta en escena: su decorado, su vestimenta, sus accesorios, lo multicolor de su pluriculturidad: México en su pasión, esplendor y rebeldía.
lila downs
De ahí que los críticos le hayan pasado la antorcha de Chavela Vargas, aunque ella por modestia se niega a aceptarla: “No habrá otra como Chavela, fue y seguirá siendo la gran matrona de la música popular mexicana, la eterna rebelde, la que se atrevió a decir lo que le quemaba en las entrañas, sin mover un solo músculo de la cara. Por eso y por todo su vivir y sentir dentro y fuera de los escenarios, se ganó a pundonor la inmortalidad”.

De Ana Lila Downs Sánchez, que es su nombre bautismal, los guionistas y cinematrografistas se encargarán con el tiempo de hacer una película, porque en ella se ve traslúcida una novela de fondo: hija de una nativa de Oaxca y de un biólogo, pintor y cineasta gringo, una suerte de Darwin trashumante de Minessota,  quien le inculcó el amor por la música, por el género operático, pero también por el jazz y sus voces privilegiadas: Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Aretha Franklin, a quienes ella desde el tornamesa imitaba.

De su madre heredó el espíritu guerrero de los rudos oaxqueños, la inconformidad y la sed por la aventura, pero también el temperamento recio, como para sentar su protesta contra la discriminación, de la que ella ha sido víctima varias veces, incluso en los tiempos del reconocimiento, tras haber ganado ya dos Grammys, uno anglo y otro latino, y recibir de su sello discográfico un Platino-Oro por superar las cien mil copias vendidas de su más reciente producción ‘Pecados y milagros’.

“Me ofende profundamente que todavía haya gente ignorante que no entienda que todos somos seres humanos. Hace no menos de un año tuve que parar, de la manera más respetuosa, pero con argumentos muy claros, al administrador de un restaurante en el D.F., que no me permitió el ingreso al baño. Antes me había sucedido en iguales circunstancias en mi propia tierra, en Oaxaca. Me hierve la sangre cuando veo esas afrentas de discriminación. Sea con otros o conmigo”.

Hace años que Lila Downs es familiar en Colombia. Aquí ha hecho amigos entrañables como Totó La Momposina, con quien ha compartido en el escenario y en el disco. Siente una gran admiración por ella, por su tenacidad y talento, y por esa historia de esfuerzo y superación “como para cruzar solita el océano y dar a conocer su música en Europa, sentar precedente y llegar tan lejos como ha llegado”, dice Lila con mirada franca.
Desde 1994, cuando despegó en forma su carrera profesional, Downs no ha cesado en su peregrinaje por el mundo, también, como Totó, para dar a conocer su propia música y las músicas ancestrales de su vasto territorio, la del México insurgente desde las épocas cruciales de Zapata, pasando por el amplio y hondo cancionero de la ranchera y sus grandes exponentes, uno de ellos, su preferido, “el Señor –así indica que lo escriba, con mayúscula- José Alfredo Jiménez”.
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‘Pecados y milagros’ tiene mucho de eso. De ahí, como dijimos al principio, ella lo haya presentado como su biografía musical, como la banda sonora de su vida, de las bregas de todos estos años, de las puertas que se cierran y se abren, pero lo más importante en su acervo, de su legitimidad.
“Esa soy yo. Ahí, en ‘Pecados y milagros’, está calcada gran parte de mi vida. Es el disco que más dudas me ha despejado. A la muerte de mi padre, cuando yo tenía 16 años, me di cuenta que era más mexicana de lo que me imaginaba. Por eso la búsqueda de mi identidad ha sido inagotable y en el tránsito de este disco, en la composición y selección de sus letras, en los arreglos, en la producción, me he descubierto y explorado. Ha sido una labor de disección, de poner en orden el rompecabezas y de encontrar la brújula para entender lo que soy y para dónde voy”.

Así recuerda sus primeros intentos en la música, muy joven, cantando más por darse a conocer que por las escasas rupias que podían ofrecer parroquianos de cantina con tufo de mezcal en el bar El Hábito, del D.F., o en la fonda de La Talavera, ubicada en la Calle París, de la que Alfonso Cuarón está en deuda para rodar un documental.

Años de indulgencia, como diría el más mexicano de los colombianos, Fernando Vallejo. Persistente y de riesgos a contracorriente, logró grabar el que sería su primer disco, ‘La cantina’. En él aparece Lila en la carátula con la mirada fija en una botella de mezcal, una evocación de la foto de José Alfredo Jiménez en su longplay de ‘El cantinero’.

Entre esos avatares de talanqueras, bohemia y borrachines esmirriados, conocería a Paul Cohen, un gringo con aires de vaquero que más tarde se convirtió en su esposo, productor y manager. “En Paul encontré el remanso y el orden que necesitaba mi vida. Porque yo soy un huracán y la vida es tan sabía que a su tiempo se encarga de darle a uno lo que necesita. Creo que así estoy repitiendo de alguna forma la vida de mi madre. Ella también se unió a un gringo, soy el producto de esos dos linajes; yo hice lo mismo, sólo que la naturaleza no me otorgó  la simiente para realizarme como madre biológica; ahora lo soy, y me siento muy feliz en este rol. De tanto intentar con el embarazo, convenimos con Paul en la adopción. Benito, mi pequeño, que recién cumplió 4 años, es mi nuevo aliento de vida; me acompaña en casi todas las giras, es muy tierno y encantador, le encanta la música, y como veo, creo que va a seguir ese camino. Total, lo que Dios quiera”.

Cabello indio, negro, trenzas largas, gruesas, y un ajuar pletórico de símbolos y colores que remiten a las Adelitas de la revolución mexicana. En esto del vestir, Lila Downs también ha sido una revelación. Ella se encarga de adquirir la materia prima y experimentar con sus diseños. Sabe coser –lo aprendió de Ana, su progenitora-, y se da esas licencias de la intuición y la improvisación para fusionar telas, unirlas, coserlas, cuando no amarrarlas, al mejor estilo de las vestuaristas árabes.

En ese orden de ideas ha elaborado sus anchos faldones, sus corsés, sus strapless, de los más vistosos, uno que lleva un corazón recargado en grana, que parece un incendio vivo, o el de sus vírgenes idolatradas, la Guadalupana y la Virgen de Juquila, que es la santa patrona del pueblo oaxqueño. Le encanta reinventar su armario para marcar una diferencia desde la originalidad en los escenarios. Ahí está presente y latente el amor por su raza, y por ende su folclore y sus costumbres; el arraigo y su idiosincrasia.

Lila le canta al amor y al dolor. Su música escarba en su identidad y pasado, en sus raíces indígenas, en su sangre gringa y mestiza, y desde luego en la alegría de un pueblo que ha logrado superar sus duros conflictos y tragedias innombrables gracias al poder terapéutico de la música. Nadie más que ella para saber y sentir que en todas esas rancheras, corridos y huapangos, está escrita la historia de México y la de gran parte de centro y Suramérica, en especial la de Colombia, el país más mexicanista del continente, el único en este apartado geográfico que tiene un museo dedicado al tequila, con más de tres mil botellas de diferentes denominaciones, y donde suenan las mejores páginas del repertorio ranchero, “a todo dar”.

-Y después de ‘Pecados y milagros’, ¿qué vamos a esperar?

“Estoy trabajando en algo serio pero también muy divertido en mi país –asegura Lila esbozando una sonrisa-. Algo que tiene que ver con calaveras y con días de muertos: ‘Balas y chocolates’, es el título tentativo, pero hasta ahora se está cocinando. Cuando esté listo te llamo para darte la prueba”.