29 de marzo de 2024

Colombia, víctima de la paz

18 de mayo de 2014

Detrás de la paradoja expresada en el título de esta nota está agazapado el grave significado de las elecciones que se realizarán el próximo domingo. En tal sentido, asistiremos a un nuevo pulso entre quienes todavía sueñan con un país sin la peste de la confrontación armada y los que se empecinan en perpetuar el conflicto interno, que amenaza con seguir desangrando y desgastando nuestro país durante otro medio siglo.

¡Y quién lo creyera!, la barbarie y el cinismo de los grupos subversivos vuelven a tener protagonismo en los resultados de dichos comicios, tal como sucedió en los debates presidenciales de los últimos 16 años. Desde su previsible clandestinidad, esa fuerza oscura viene influyendo, para bien y para mal, sobre un electorado cada vez más escéptico e indeciso. Tal como van las cosas, ahora resulta que Colombia va a ser la próxima víctima de la paz, porque de la guerra lo ha sido desde hace doscientos años.

Lamentablemente un propósito tan anhelado, sensible y necesario como es la paz ha caído en desgracia. Su manoseo por cuenta de las diferentes facciones políticas y del propio gobierno la han transformado en una carnada apetecible para pescar en la corriente de la incertidumbre nacional. El uso y el abuso de la figura de los diálogos nos han llevado a extremos demenciales y generado una pugna delirante que solo busca colmar la insaciable ambición de poder. La paz, en últimas, es una muletilla que llena el vacío de argumentos, de programas, de propuestas concretas y también de realizaciones a favor de las inmensas dificultades de la población más desprotegida. De allí que sobra decir que nos encontramos frente al cierre de una jornada política que puede catalogarse como la más turbulenta y vergonzosa de los últimos tiempos. La hostilidad desenfrenada de los bandos en disputa no habla bien de la desvalorizada democracia que nos preciamos de tener o encarnar.

Desde otra óptica, la paz como concepto empieza a pertenecer al descolorido catálogo de los vocablos vacíos que ya no comunican ni conmueven porque carecen de valor, contenido y expresividad real. Esto mismo ha ocurrido con términos como calidad, patria, ética, moral, honradez, autoridad, amor, respeto o, sencillamente, con giros, como servicio al cliente. Son solo palabras, como reza la canción.

La presente contienda se libra tras el poder omnímodo sobre el presupuesto, las armas y la burocracia. Por eso, ha descendido a los más bajos niveles de la vulgaridad y la intolerancia; no cabe la menor duda de que el poder tiene efectos narcóticos que generan una perniciosa dependencia y producen reacciones destructivas. Por eso, todo vale, y el ambiente está cargado de odios, retaliaciones y venganzas, de acusaciones y recusaciones que avivan las llamas, ya no de un sectarismo político, sino de un fanatismo ciego y desenfrenado que galopa hacia el reino sombrío de un funesto fundamentalismo tropical, de una autocracia bananera o finquera, en la que el bastón de mando puede ser un folclórico zurriago –remember Perú con su funesto Fujimori–.

Aun cuando el retrato hablado –¿gritado?– de esta guerra sucia por el poder carece de un debate programático, y el favoritismo muestra dos claras tendencias encarnizadas por la paz, no puede soslayarse un peligroso ingrediente conocido como la dictadura de las encuestas.  Su objetivo es manipular la intención de voto, capturar los indecisos, desanimar el voto en blanco, influir masivamente sobre grandes franjas poblacionales tan desinformadas como desencantadas. En ese universo amorfo es apenas natural encontrar a miles de ciudadanos que sin tener arte ni parte en las campañas, optan cómodamente por irse con quien tiene el perfil ganador. El voto de opinión, por el contrario, se considera independiente, limpio e inmune a las truculencias estadísticas –remember Mockus hace cuatro años–. Antes se decía que el que escruta elige, hoy, podríamos decir que el que encuesta elige. Esta nueva fuerza de presión constituye una amenaza adicional a la plena libertad de ideas y elección.

Conservamos, entonces, una vieja costumbre de los colombianos que consiste en no ‘votar a favor de’, sino en ‘contra de’. Para concluir, resulta válido evocar la sabiduría popular cuando afirma que es mejor malo conocido… que de dos males el menor o, más aún, que entre el diablo y escoja.