Justicia descompuesta
El hacinamiento carcelario, la corrupción administrativa, los robos de los recursos para acueductos y carreteras, los escándalos de los parlamentarios, los carruseles…
Mes a mes, semana a semana, varios de estos asuntos muestran una cara más bochornosa que la anterior del mismo origen y, sin embargo, nada parece resolverse.
Todos estos problemas podrían tener adecuado cauce de solución, así fuera parcial, si en Colombia pudiéramos confiar en uno de los poderes fundamentales de un Estado de Derecho: la Justicia.
Pero la Justicia aquí anda en una enloquecida carrera por superarse a sí misma en desprestigio y a las otras corruptas Ramas del poder público.
Si como servicio esencial del Estado no llega ni a un mínimo decoroso para satisfacer la amplia demanda ciudadana, como estructura de poder está corroída por la ausencia de ética, y como paradigma institucional no resiste un análisis de cinco minutos.
Y lo peor es que esto que decimos se aplica directamente a las más altas instancias judiciales. Si bien los recientes sucesos en el complejo judicial de Paloquemao, en Bogotá, donde fueron detenidos funcionarios implicados en un carrusel corrupto de manipulación de procesos con sobornos de por medio, indican que la corrupción está presente en todos los niveles, es en la cúpula donde el peor ejemplo cunde.
Cualquier democracia funcional habría terminado hace mucho tiempo con la corruptela del Consejo Superior de la Judicatura. Aquí no. A alguien le sirve que las cosas “funcionen” así, y ese alguien no es la sociedad colombiana.
A alguien le conviene que los magistrados de las más altas Cortes estén dedicados al proselitismo político, al trapicheo de votos para elegir funcionarios de gran poder. Ese alguien no es la sociedad colombiana.
A alguien le sirve que el sistema de selección en la Corte Constitucional para revisión de acciones de tutela escoja siempre procesos en los que hay intereses de políticos, grandes empresas o pleitos multimillonarios.
A alguien le conviene que los altos magistrados viajen buena parte de los días hábiles del reducido año judicial para toda clase de eventos, dejando sus despachos con expedientes sin resolver. Y no es a la sociedad colombiana a quien le conviene.
¿Sabremos quién o quiénes están sacando provecho de todo esto: económico, político, jurídico?
Está sobre la mesa, probablemente por unas pocas horas, el caso del magistrado Henry Villarraga, de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura. Las llamadas interceptadas -al parecer por orden judicial- a este personaje registran un presunto compromiso para canalizar procesos contra un militar. Entre paréntesis, qué flaco servicio se le presta, justo ahora, a la necesidad de confianza en el fuero penal militar.
Pero para mayor paradoja, o para mayor burla al país, la misma Corte Suprema de Justicia que el martes expidió un comunicado manifestando su preocupación por el daño a la credibilidad en la justicia por el caso Villarraga, autorizó un viaje al exterior de todos los magistrados de su Sala Penal.
Los expedientes, que esperen. Las personas concretas cuya libertad depende de ellos, que esperen. El país entero, que ubica a su aparato jurisdiccional en el último lugar de confianza pública en las instituciones, que espere.
Al fin y al cabo, nuestra realidad ha sido siempre esa: esperar.
El Colombiano/Editorial