¿Olvidamos a Javier Arias Ramírez?
La de Javier Arias Ramírez es una poética de estremecimientos telúricos, influenciada por las voces desoladas de los poetas que en Francia calificaron de malditos, como Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Verlaine y Villón. Todo porque la angustia se expresa en gran parte de su obra. Es decir, en sus versos aparece la voz de un hombre desolado, que lleva en el alma un dolor lacerante y que quiere dejar constancia de su desazón interior. En este sentido, Arias Ramírez canta a veces en un lenguaje que se torna quejumbroso, expresando sus sacudimientos interiores, con imprecaciones duras a la vida. Como a César Vallejo, le pesa esa angustia que lleva tatuada en el alma.
La muerte fue una constante en la obra poética de Javier Arias Ramírez. Desde sus primeros libros se acercó a ella como fin inevitable, queriendo desentrañar su misterio, procurando entenderla. Con Dietrich Bonhaffer, pensaba que era “La fiesta suprema hacia la libertad”. Por esta razón, la acepta como continuación de la vida. Javier tenía la convicción de que en la eternidad existía otra forma de vivir. El mundo, para él, fue apenas una etapa de su destino, un tránsito fugaz, un ciclo de su existencia. Estaba seguro de que en la eternidad lo estaba esperando otra vida. En esos poemas donde habla de la muerte hay una fuerza telúrica, una esperanza huracanada, un viento cósmico que sacude al poeta.
Para que un poeta trascienda debe, como escribió Lannis Ritsos, cumplir la tarea de “abrirles los ojos a los otros para que vean el milagro diario del mundo”. En el caso de Javier Arias Ramírez, su poesía muestra ese milagro. Porque alcanza destellos de singular belleza cuando aborda temas elementales. En este sentido, son de facturación perfecta sus odas al petróleo, a la hormiga, a la piedra, al silencio, al viento, al árbol. Hay en esos poemas orquestalidad, ritmo, asonancia. De Neruda aprendió que con la misma facilidad con que se le puede escribir a una hoja de papel o a una gota de aceite se puede también tejer un poema a las manos, al padre, a la soledad, a una sonrisa o a la muerte de un amigo.
¿Dónde escanció Javier Arias Ramírez el vino de la poesía? Definitivamente, en los autores clásicos. Con ellos aprendió a decantar el lenguaje poético. Pero también, a través de ellos, comprendió la angustia del hombre. Y aprendió a cantar su desazón, su dolor interior, sus incertidumbres. Pero además abrevó en poetas que lo marcaron por sus pasiones volcánicas. En los poemas que escribe sobre César Vallejo, Arthur Rimbaud, Walt Whitman, Porfirio Barba Jacob, Leopoldo Lugones o Miguel Hernández expresa no solo la admiración que le despierta esa poesía hecha con el barro de la existencia, sino que profundiza en esa angustia que laceró sus almas.
El poeta nacido en Aranzazu el 11 de noviembre de 1924 era un hombre alegre, de inteligencia privilegiada. Sin embargo, vivió dándose trompadas con la vida. César Montoya Ocampo dice que era “rápida su palabra, veloz en la construcción de metáforas, procaz para herir con adjetivos, inaguantable el brillo de su mente”. Arias Ramírez se codeó, en su tiempo, con lo más granado de la intelectualidad colombiana. León de Greiff, Luis Vidales, Fabio Lozano Simonelli, German Pardo García, Juan Lozano y Lozano, Antonio Llanos, Eduardo Carranza, entre otros, fueron sus contertulios en el Café Automático, de Bogotá. A su muerte dejó una obra poética que la crítica literaria ha calificado como de grandes ecos vallejianos.