12 de octubre de 2024

Discurso sobre el olor

17 de octubre de 2013
17 de octubre de 2013

La naturaleza, en el despunte de las auroras, abre su cuerpo virginal como una mujer púber. Ingresa  su perfume con fuerza invasiva, coloca en el aire  banderillas de esencias con sabor a manzana, matiza  de frescura la cara de los niños y facilita el intercambio de diálogos íntimos en el nido de los enamorados.

El olor tiene regustos que el paladar compara. El pensamiento que se crispa por la acidez de los   cítricos, produce una inmediata contracción de los músculos del rostro. La palabra uva, evoca ebriedades con su río de nostalgias. Las flores amarillas que danzan en el espacio están condimentadas de sabor a viaje. El olor penetra de aroma los pastizales, hace tibio el vapor de las vacadas, fraterniza con los primeros efluvios de los montes, facilita el ramoneo de los azulejos  que se columpian en la maraña de los matorrales.

Impresiona sentir cómo el olor hincha el pulmón de los capullos, cómo se expande en la orquesta de los ríos, cómo trepa la savia por los filamentos de los jazmines. La naturaleza está ahí, se  cierra en círculo, ingresa por el olfato con un imperceptible cedazo de distingos.  Este es el olor inmaculado de las azucenas, el otro es penetrante que salta de los  mandarinos en cosecha, aquel levantisco y alegre sale del aliento primaveral de una quinceañera.

Las ciudades huelen. Manizales es un jardín espiritual. Como Popayán, su atmósfera transparente carga mensajes odoríficos con un raro pinche elitista y cierta holgura burguesa. Por la honda  garganta de  sus riachuelos que reciben desechos, ventila un aire plebeyo, acosador y fétido, que la nariz rechaza. Arriba canta un perfume consentido, que invita a los connubios felices. Es metafísico el aire de Salamina, acariciador y parrandero el de Aranzazu, trasnochador y bacano el de Filadelfia.    

Los olores tienen edad. En las cunas hace miñocos en el vaivén de las cunas, es vital y brincón en los aposentos de los jóvenes, meloso y coqueto en los lechos de las parejas, pesado y sobradizo en la senectud, agrio y pastoso en el camastro de los moribundos.

Las mujeres jóvenes huelen a montaña virgen. De ellas son los aromas que enervan, el calor de las pardas  estolas de piel de armiño. Las novias son una estación de primavera, un abundoso río de ternura.  El aliento de esas ninfas sale de los fuelles  de las montañas para inundar de fragancias las relaciones sentimentales. La amada es un océano  de perfumes que alelan al corazón.
El estrato social de las narices desciende en las plazas de mercado con brisas avinagradas  y  fuertes fluídos de vegetales en descomposición. Sale del interior de los restaurantes baratos  un vapor alérgico que se expande como tóxico en el apestado espacio donde cada mercader, a gritos,  alaba lo que vende. Es el bajo mundo de las mezcolanzas, de caras sucias, manos  bastas, ojos izquierdosos y frentes transfiguradas en  hondas cañadas. El olor que de allí se expande es denso, inmóvil en sus inicios,  atrevido después, con mezclas de berrinches, convertido todo en una sofocante evaporación de detritus.

En el apartado arrabal  de las legumbres podridas,   nació Jean Baptiste Grenouille con una nariz excepcionalmente larga y olfativa, transformándose  en un alquimista capaz  de extraer la esencia del cuerpo humano, para obtener aromas letales. Descubrió  bálsamos eficaces para el crimen. Patrick Suskind, el fantasioso autor del libro “El Perfume”  creó un malvado  que utilizó el olisqueo como herramienta certera para sus desafueros. Detrás del alquimista viajaban veloces los vientos, para perseguir la estela de efluvios que dejaba diseminados. Qué otra cosa se  podía esperar de la mente hacedora  de Grenouille, psicópata  genial.