Discurso sobre el olor
La naturaleza, en el despunte de las auroras, abre su cuerpo virginal como una mujer púber. Ingresa su perfume con fuerza invasiva, coloca en el aire banderillas de esencias con sabor a manzana, matiza de frescura la cara de los niños y facilita el intercambio de diálogos íntimos en el nido de los enamorados.
El olor tiene regustos que el paladar compara. El pensamiento que se crispa por la acidez de los cítricos, produce una inmediata contracción de los músculos del rostro. La palabra uva, evoca ebriedades con su río de nostalgias. Las flores amarillas que danzan en el espacio están condimentadas de sabor a viaje. El olor penetra de aroma los pastizales, hace tibio el vapor de las vacadas, fraterniza con los primeros efluvios de los montes, facilita el ramoneo de los azulejos que se columpian en la maraña de los matorrales.
Impresiona sentir cómo el olor hincha el pulmón de los capullos, cómo se expande en la orquesta de los ríos, cómo trepa la savia por los filamentos de los jazmines. La naturaleza está ahí, se cierra en círculo, ingresa por el olfato con un imperceptible cedazo de distingos. Este es el olor inmaculado de las azucenas, el otro es penetrante que salta de los mandarinos en cosecha, aquel levantisco y alegre sale del aliento primaveral de una quinceañera.
Las ciudades huelen. Manizales es un jardín espiritual. Como Popayán, su atmósfera transparente carga mensajes odoríficos con un raro pinche elitista y cierta holgura burguesa. Por la honda garganta de sus riachuelos que reciben desechos, ventila un aire plebeyo, acosador y fétido, que la nariz rechaza. Arriba canta un perfume consentido, que invita a los connubios felices. Es metafísico el aire de Salamina, acariciador y parrandero el de Aranzazu, trasnochador y bacano el de Filadelfia.
Los olores tienen edad. En las cunas hace miñocos en el vaivén de las cunas, es vital y brincón en los aposentos de los jóvenes, meloso y coqueto en los lechos de las parejas, pesado y sobradizo en la senectud, agrio y pastoso en el camastro de los moribundos.
Las mujeres jóvenes huelen a montaña virgen. De ellas son los aromas que enervan, el calor de las pardas estolas de piel de armiño. Las novias son una estación de primavera, un abundoso río de ternura. El aliento de esas ninfas sale de los fuelles de las montañas para inundar de fragancias las relaciones sentimentales. La amada es un océano de perfumes que alelan al corazón.
El estrato social de las narices desciende en las plazas de mercado con brisas avinagradas y fuertes fluídos de vegetales en descomposición. Sale del interior de los restaurantes baratos un vapor alérgico que se expande como tóxico en el apestado espacio donde cada mercader, a gritos, alaba lo que vende. Es el bajo mundo de las mezcolanzas, de caras sucias, manos bastas, ojos izquierdosos y frentes transfiguradas en hondas cañadas. El olor que de allí se expande es denso, inmóvil en sus inicios, atrevido después, con mezclas de berrinches, convertido todo en una sofocante evaporación de detritus.
En el apartado arrabal de las legumbres podridas, nació Jean Baptiste Grenouille con una nariz excepcionalmente larga y olfativa, transformándose en un alquimista capaz de extraer la esencia del cuerpo humano, para obtener aromas letales. Descubrió bálsamos eficaces para el crimen. Patrick Suskind, el fantasioso autor del libro “El Perfume” creó un malvado que utilizó el olisqueo como herramienta certera para sus desafueros. Detrás del alquimista viajaban veloces los vientos, para perseguir la estela de efluvios que dejaba diseminados. Qué otra cosa se podía esperar de la mente hacedora de Grenouille, psicópata genial.