24 de septiembre de 2023

“El sueño de la tierra”

2 de agosto de 2013
2 de agosto de 2013

Sobre estas tierras surgieron la Hacienda La Pola, La Palizúa, Parapeto y Canaán, 10.045 hectáreas que en los últimos treinta años han marcado la historia de cientos de campesinos que soñaron un día con tener un pedazo de tierra propio.

Este terreno en el que en un tiempo germinó el maíz, el arroz y creció la yuca debajo de la tierra, se convirtió en un escenario de violencia, de despojo y de terror en donde los sacrificados fueron los campesinos. Hoy estos predios están en el centro del proceso de restitución de tierras que adelanta el actual Gobierno Nacional. Quienes lo habían perdido todo ahora se aferran a la ilusión de que al fin se les reconozca el derecho al territorio y el derecho a labrar sus propias tierras. Aunque los intereses políticos y económicos que propiciaron y se beneficiaron del despojo de los predios continúan enraizados en la zona, los campesinos están decididos a resistir.

De La Pola a La Palinzúa

Por el camino que lleva a la casa de El Balcón las hojas secas son arrastradas por el viento mientras los árboles se llenan del polvillo ocre de la vía. Las motos van y vienen, unas pocas quizás. De tanto en tanto un burro ensillado pasa transportando a su amo. Son escasos los vehículos de cuatro ruedas que transitan por allí, los pobladores se transportan fundamentalmente en burros, caballos y motocicletas. El burro es el que más se demora, sin embargo, sigue siendo el medio más utilizado, el más económico, el que más emplean los habitantes de esta zona rural. El campesino se monta sobre el animal con las piernas cruzadas y se mueve al vaivén de su andar cadencioso. No importa cuánto afán se tenga, el ritmo siempre es el mismo, lento, cansino.

En esta región de pastos secos y tierras pajizas las casas están desprovistas de vidrios, y de puertas de metal. Nadie entra si no está invitado, la excepción, la única que entró sin pedir permiso, fue la violencia. En las veredas de Chibolo las paredes se entremezclan entre la madera, el barro y el bareque. Los techos son de zinc o de paja. Los niños caminan descalzos sobre la tierra pisada que rodea la vivienda. Entre un vecino y el otro vive el olvido, enormes distancias separan una casa de la otra. No hay agua, luz, ni alcantarillado. El tiempo lo determina el sol.

A lo lejos, la casa de El Balcón resalta sobre cualquier otra. Esta es la única casa de dos pisos que se encuentra en las cinco veredas que hacen parte de lo que antes era la Hacienda La Pola. Aunque la casa se halla desolada y abandonada, en ella se advierte el esplendor que tuvo tiempo atrás: los balcones que en el segundo piso se extienden de esquina a esquina, los tablones de madera de un siglo de existencia y el techo en punta que se dirige al cielo. Por este inmueble, sembrado en el monte que se levanta, cruza el pasado, el presente y el futuro de distintas generaciones campesinas.

Esta casa fue el hogar de José María Saumed, el primer propietario de la hacienda. Cuentan que este hombre perdió sus tierras en un negocio con Domingo Turbay Burgos, quien terminó por hipotecar las tierras al Banco del Comercio. En los años sesenta el predio quedó abandonado y este banco pasó a ser el desentendido propietario. En la década del ochenta El Balcón se convirtió en el lugar de encuentro de los campesinos cuando llegaron por primera vez a estas tierras.

“Los campesinos necesitados de una mata de maíz, que no tenían donde cultivar, invaden unas tierras fértiles, desocupadas. En ese tiempo era legal la invasión de tierras”, menciona uno de los primeros en llegar a esta región.

Después la casa pasó a ser el lugar de reuniones entre el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA) y la población rural, para gestionar la compra de tierras improductivas de grandes terratenientes y la posterior adjudicación de terrenos. Con la llegada de los paramilitares en 1996 el predio se transformó en el centro de mando de Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge 40”, y del Bloque Norte de las AUC. Desde allí se planeó la contrarreforma agraria que se realizó en la zona, y se repartió a otros la tierra que hasta entonces le pertenecía a los campesinos. Los días pasaron y El Balcón se mantuvo en pie. Desde hace un tiempo los campesinos empezaron a velar por esta casa, pues quieren convertirla en un centro cultural que permita contar la historia de la lucha por la tierra, el miedo y el terror generado por los grupos armados ilegales, y la fuerza con la que han enfrentado su retorno.

El Balcón se queda ahí. El trayecto continúa por la carretera que levanta el polvo en verano y que entierra a todo lo que pasa en invierno. Me dirijo a Planadas, uno de los predios que hacen parte de la Finca La Palizúa, en donde me esperan las voces que en otrora fueron silenciadas y que ahora han dejado su silencio. Allí se encuentran reunidos los campesinos de las veredas de Santa Martica, La Boquilla, El Mulero y Las Mulas Altamacera. Todos quieren hablar, hacer memoria, es por lo mismo difícil desviar el tema de la violencia paramilitar que les tocó vivir. Ellos desean contar una historia común de despojo, amenazas, muerte y desplazamiento; un drama que cambia de nombres y de lugares, pero que revive las mismas constantes del horror. Estos campesinos no solo desean relatar su experiencia por lo que representó en un pasado, sino también por lo que representa hoy como causa común de resistencia, como emancipación posible en la memoria y como búsqueda incansable de justicia.

Dice uno de los campesinos evocando el pasado de despojo y sintiendo el presente de retorno: “Mi vida se define aquí en el campo, yo en la ciudad no sé hacer nada”.

En Planadas, antes de que se impusiera el terror y la huida, había un puesto de salud, un local de Telecom, una escuela pintada de colores y una banda de paz. El 6, 7 y 8 de diciembre se celebraban las fiestas patronales de la inmaculada concepción. Se traía una papayera, un grupo de vallenato. Se hacían carreras en sacos de costal, había juegos pirotécnicos, corrida de caballos, y se daba rienda suelta a la fiesta en honor a la Virgen, que como en las grandes celebraciones caribeñas, tenía más baile que oración.

“Llegaron los paramilitares y arrasaron con la fiesta. La Virgen todavía existe pero está en San Ángel y vamos a tener que ir a buscarla porque tiene que regresar, así como regresamos nosotros”, exclama un hombre en medio de una carcajada que termina en desolación.

Y es que hasta a la Virgen la desplazaron los paramilitares, o mejor, se la llevaron para que los protegiera. La Virgen que celebraba la vida campesina, que protegía a los humildes, pasó a celebrar el horror, a proteger la muerte. O así por lo menos lo pensaban religiosamente los comandantes paramilitares, que de modo riguroso se encomendaban a ella para sembrar el terror en las fértiles sabanas del Caribe.

De la escuela de antes solo quedan las marcas en el suelo. Ahora los pupitres fracturados, desmembrados, yacen bajo la sombra de un techo de paja a la espera del retorno de las clases. Los campesinos volvieron, los maestros no. De la fiesta, del baile, solo queda la memoria. Las imágenes se confunden, los recuerdos se entremezclan y disipan, algunos imborrables permanecen ahí, alojados para siempre.

“Dijeron: ‘nosotros somos de las Autodefensas, los mochadores de cabeza de Córdoba y Urabá, quienes estamos acostumbrados a desayunar con sangre y hoy no hemos desayunado’. Ese fue el saludo que nos dieron. Luego dijeron que nosotros, los campesinos de la región, éramos gente trabajadora y que ellos eso lo reconocían. Pero que el único problema de nosotros era estar metidos en estas tierras, porque estas tierras las necesitaban ellos, y que aquí no se podía quedar nadie por orden del patrón”, recuerda Robinson, uno de los campesinos presentes de La Palinzúa. La orden de desplazamiento no se dio al mismo tiempo en la Hacienda La Pola. Aunque las palabras tuvieron la misma amenaza.

Para Eduardo el discurso continúa rondando: “Nosotros tenemos que dejar nuestras tierras cuando el señor Rodrigo Tovar Pupo, un 18 de junio del 97, nos convoca a una reunión en La Pola, ahí en El Balcón. Nos dice que él nos había reunido a todos para asesinarnos, que él a donde llegaba acababa hasta con los perros, pero que no nos iba a asesinar, que nos iba a dar ocho días de plazo para que nos fuéramos de acá. Y el que no se quería ir, que no había problema porque él se encargaba de matarlo. Nosotros necesitamos la tierra, la necesitamos, pero también la vida para criar a nuestros hijos. Entonces dijimos ‘dejémosle la tierra’, porque igual no contábamos con nadie. Decidimos entonces abandonar las tierras llevándonos únicamente a nuestros hijos”.

Los campesinos no esperaron los ocho o quince días. Con las manos vacías y con los hijos al hombro salieron espantados. Para entonces solo algunos predios de las haciendas tenían título. La Hacienda La Pola estaba dividida en los predios La Pola, El Radio, Las Tolúas, Villa Luz y Santa Rosa. Solo el primero de estos contaba con 32 títulos que había otorgado el INCORA a los campesinos entre los años 92 y 93. En La Palizúa los únicos predios con título eran La Mula y El Mulero.

Aunque los campesinos habían invadido estas tierras en la década de los ochenta, y se habían quedado allí para cultivarlas con maíz, arroz, yuca y sembrar pastos para la pequeña ganadería, los procesos de titulación se retardaron una y otra vez. A algunos de los campesinos que tenían título los paramilitares los obligaron a vender, a otros les revocaron las adjudicaciones y en complicidad con las instituciones públicas le adjudicaron las tierras a testaferros. Entonces estos grupos se quedaron con todo, poder político, tierras, y un lugar estratégico para movilizar lo que se quisieran hacia la costa. El municipio de San Ángel se encuentra en un punto medio entre el sur de la Serranía del Perijá, en la frontera con Venezuela y el mar Caribe. Este municipio, al igual que Chibolo, tiene comunicación directa con la troncal de los contenedores que une las dos grandes vías que desde el centro del país van hacia la costa Atlántica.

Los paramilitares también entretejieron relaciones con la clase política y empresarial de la zona. Llegando a realizar el pacto de Chibolo en el 2000 y Pivijay en el 2001 con cuatrocientas personas, para determinar quiénes ocuparían los cargos políticos de la región, y de paso redistribuir el territorio y legalizar este despojo.

Cuando los campesinos decidieron volver en el 2007, por iniciativa propia y tras estar al tanto de la desmovilización paramilitar, se encontraron con un territorio que les fue completamente ajeno. Algunas tierras estaban enmontadas, muchas estaban invadidas de ganado, y en donde habían dejado sembrados de plátano o de yuca yacían enormes extensiones de sembrados de eucalipto, teca y tolúa. Algo que no habían visto antes en la zona.

En La Palizúa el Tuto Castro se convirtió en el principal testaferro de Jorge 40. Fue él quien sembró en esta zona los espigados árboles que abarcaron más de quinientas hectáreas. Para esta labor contó el apoyo técnico y económico de la Corporación Autónoma del Magdalena, quien le dio vía libre, en teoría, para desarrollar proyectos de reforestación.

“Yo creo que el Tuto Castro sembró esos árboles para mostrar que la tierra le pertenecía y que creyeran que la estaba trabajando legalmente”, menciona uno de los campesinos a la sombra de los sembrados de tolúa y eucalipto que rodean su vivienda.

Frente a la casa de Domingo un ciruelo se niega a desaparecer en medio de las tolúas, que arraigadas a la tierra resisten a la sequía, como si desde siempre hubieran estado allí. Las ramas largas, sin hojas, dibujan un otoñal panorama por extensas hectáreas. De no ser por la intención oculta que allí se aloja, estas tierras mostrarían escenarios melancólicos en donde el campesino estaría en el lugar equivocado. Y realmente lo estaría si no fuera porque estas son sus tierras, porque él estuvo en estas tierras antes que los árboles que carecen hoy de doliente. Domingo no puede aprovechar esta madera pero tampoco sembrar en medio de ella, aunque los paramilitares de antes ya no están, los troncos de tolúa son la huella imborrable de sus acciones.

Si los sembrados fueron una sorpresa para los campesinos, lo fueron más los supuestos propietarios con documentos en mano que reclamaban estas tierras como suyas.

Aunque ha pasado el tiempo, Alba todavía no sale del asombro: “Cuando regresamos aquí, encontramos que Tuto Castro tenía todas las tierras invadidas de ganado, y no nos dejaban entrar. Nos invitaron una vez a Santa Marta porque supuestamente iban a negociar las tierras con el INCODER. Al llegar allá nos encontramos con que él también (Tuto Castro) estaba participando de la fiesta. Él dijo: ‘lo que yo quiero es negociar con el INCODER, que les ceda las tierras a los campesinos, y que me paguen así sea a futuro, pero que se haga este negocio’… Al tiempo nos enteramos que le había negociado las tierras a otras personas, a Luis Jaramillo”.

Pero esta vez los campesinos decidieron quedarse y comenzar la lucha por recuperar la tierra que les pertenecía, pese a que muchos de ellos seguían y aún hoy siguen sin títulos de propiedad. “Mi predio tiene título (La Pola), pero el 90% de la vereda está sin título, y esa es la preocupación porque después de varias generaciones los campesinos siguen sin título. Todavía no saben si son propietarios o si no lo son, si son unos poseedores o unos tenedores de la tierra únicamente, porque no cuentan con un bendito papel que diga que sí somos propietarios”, menciona Eduardo.

Para los campesinos la debilidad de las instituciones locales, la ausencia de presencia estatal, y el olvido en la que permanecía esta región propiciaron el despojo que les tocó vivir. Ahora, frente a la restitución de tierras, los procesos en torno a los predios se encuentran ante los jueces agrarios a la espera de resolverse. Por su parte el INCODER ha declarado un sinnúmero de resoluciones de caducidad administrativa respecto a los predios que bajo la influencia paramilitar se adjudicaron a testaferros o a personas que no eran los campesinos. Estos últimos saben que el Gobierno y las mismas instituciones, que se han ido limpiando de las viejas mafias, están ahora actuando. Pero también saben que continúan actores armados en la zona, que los grandes terratenientes quieren quedarse con sus tierras, y que una parte de la política local responde a estos intereses. Y saben que la presencia del Estado no significa solo Ejército y Policía, y que esta continúa estando ausente.

“En la época del 96 fue cuando el campesino empezó a sufrir más fuerte todo este flagelo de la violencia. Ya venía soportando las presiones de la guerrilla, hasta entonces ellos eran la autoridad en el campo, quienes mandaban por aquí. Después se va la guerrilla y quedan las Autodefensas dominando este sector. No teníamos presencia del Estado, no teníamos Ejército ni Policía, nunca los tuvimos por aquí. El campesino le tenía miedo al Ejército y a la Policía porque cuando pasaban por aquí era para atropellar al campesino, para golpearlo, porque decían que la guerrilla se la pasaba por aquí. El campesino vivía completamente sometido a lo que quisiera toda clase de autoridades, tanto legales como ilegales”, expresa Rodrigo, un campesino cuyo padre murió a la espera del retorno que al fin llegó para sus hijos.

Mi viaje continúa por La Boquilla. Atrás quedan los rostros recios que se alteran ante el dolor del recuerdo, y que fulguran ante la ilusión del porvenir. De repente me encuentro ante una imagen que me captura. Una casa humilde en medio de la nada, los troncos espigados que se elevan tras ella, que la rodean. El corral de ganado vacío que da cuenta de unas vacas que ya no están, y el niño que arrastra por la tierra un tarro roto que se ha convertido en un improvisado carro. Entonces me doy cuenta del peso que cae en el fondo. En el departamento del Magdalena la distribución de la tierra ha sido históricamente inequitativa, el acaparamiento de los suelos ha estado vinculado a lo largo del tiempo al latifundio ganadero y el uso de las tierras no ha correspondido a la vocación del suelo. Según el IGAC en la zona que comprende Chibolo, San Ángel y Plato el uso principal de la vocación del suelo es la agricultura, pero allí solo los microfundios se concentran en esta actividad. En las grandes propiedades predomina la explotación ganadera y ahora los “rentables” megaproyectos agroindustriales comienzan a expandirse.

Cuando los campesinos decidieron retornar a sus predios se jugaron la vida: “O nos matan o recuperamos nuestras tierras”, pensaron entonces. Ahora, con la posibilidad de que estas les sean restituidas, de que de nuevo o por primera vez tengan un título que les permita decir “esto es mío”, se enfrentan a no tener con qué cultivar la tierra, a no tener vías por dónde sacar la cosecha, a no tener recursos para sembrar los pastos que alimentarán las vacas que producirán leche, o a que la leche que se produzca no puede venderse porque no les pagan lo que corresponde. Entonces esos mismos campesinos tendrán que vender sus tierras o se verán forzados a arrendarlas al servicio de los intereses que promovieron su desplazamiento.

“Si el Estado no nos vuelve a abandonar y nos sigue acompañando, estas tierras tienen mucho futuro. Esto a la vuelta de cinco años va a ser una región muy próspera. Ahora las tierras en proceso cuestan dos millones la hectárea, si tuviera riego y no hubiera todo este problema de la violencia podría costar 10, 15 millones de pesos”, en el rostro de Rodrigo se refleja la ilusión de vivir en esas tierras fértiles y de trabajar los suelos para un futuro.

No obstante, la ilusión por el papel sellado lo obnubila todo ahora para los campesinos. Ellos sueñan con que esta vez, a la espera de un título, no los sorprenda de nuevo la violencia.