28 de marzo de 2024

Última oportunidad

7 de mayo de 2013

Las comunidades emberas decidieron que no quieren la minería en su territorio. La semana pasada también hubo una manifestación en Tabio, donde muchos habitantes rechazan que sea un municipio minero. Lo mismo ya había decidido el municipio de Jardín. El alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, la quiere proscrita de la ciudad. El solo recuento de la reciente oposición a la minería rebasa el espacio de este editorial. ¿No hay un lugar armónico para la minería en Colombia? Posiblemente lo habría, pero el tema le está quedando grande al gobierno de Juan Manuel Santos.

En efecto, el 11 de mayo vence el plazo que fijó la Corte para contar con un nuevo Código Minero que, como instrumento regulador comprensivo, podría dirimir los grandes dilemas que la minería genera en el territorio y construir el necesario balance económico, social y ambiental.

Sin un nuevo instrumento podríamos regresar al viejo código de 2001, que desató la minería desbocada, solamente excluida de los parques nacionales. Con una ley ambiental general, que poco a poco entra en el olvido, la protección de los páramos y humedales pende de la normativa temporal que generó el mismo plan de desarrollo. Dicho en términos simples, el conflicto social y ambiental generalizado.

Resulta incomprensible en este sentido que el Ejecutivo en su más alto nivel no tenga una propuesta. Es que hoy ya no se puede hablar de la minería en los mismos términos con los que la promovieron ayer. Desde que se anunció que este sector iba a jalonar el crecimiento económico se ha producido una controversia que no puede desconocerse. Va quedando claro que, más allá de una ideología desarrollista, los beneficios que puede traer esta actividad económica no se vienen consolidando.

En cambio, los riesgos sociales y ambientales —más allá del ambientalismo radical— son evidentes en el descontento y la oposición que se han generalizado.

El Gobierno tiene connotados economistas para hacer los cálculos de los presuntos beneficios de una política, pero no los suficientes recursos instalados en los ministerios del Interior, Ambiente y Minas, que no se coordinan entre ellos. Falta un compromiso del Estado para hacer funcional la consulta previa a los pueblos indígenas y las comunidades negras. Frente al fracaso, ya se anuncian balances injustos. Para Rudolf Hommes, la culpa de que el país se esté privando del prometido salto al desarrollo es de quienes no entienden la importancia de la minería. ¿Se estaría refiriendo a indígenas y ambientalistas? ¿O a los solitarios funcionarios que son criticados cuando simplemente cumplen su deber?

El Gobierno no entiende que la minería no es un sector más, sino una poderosa fuerza económica que tiene el potencial de transformar, para bien o para mal, una sociedad. Pero el bien común no es espontáneo, hay que agenciarlo. Ante la falta de una licencia social para la gran minería, y con el tiempo perdido, estamos hoy frente a la última oportunidad.

Se impone una moratoria para retomar las propuestas desde la base y fortalecer la normativa y la institucionalidad. Más probable y deplorable, sin suficiente liderazgo en el más alto nivel, seguirá aumentando el conflicto socioambiental minero en el territorio.

El Espectador/Editorial