28 de marzo de 2024

La defensa del medio ambiente

8 de enero de 2013

Algún alcalde deslumbrado por Nueva York y el cemento, ordenó talar árboles que cumplían la silenciosa tarea de purificar el aire enrarecido, para sembrar de concreto el entorno urbano. Descontaminar las aguas negras del río Bogotá ha resultado un imposible para varias y sucesivas administraciones, sin importar que con esas aguas pútridas y malolientes se riegan parte de los cultivos de verduras con los que se abastece a los bogotanos.

Sin entrar a examinar el fenómeno de las urbanizaciones piratas, que por la fuerza invadían predios y loteaban o construían a la topa tolondra, un tanto diferente al caso de las construcciones que violan normas urbanísticas elementales, cuya autorización para edificar ha sido concedida “legalmente” por curadores codiciosos, así los más cumplan  sus deberes a cabalidad. En materia de ruido y de contaminación en algunas zonas de Bogotá según los expertos en enfermedades respiratorias se debería transitar con máscaras de oxigeno.

Y qué decir de la invasión de las zonas verdes, de la destrucción de las mismas -no pocas veces- por cuenta de la administración pública para ampliar vías. Los espacios verdes en ciudades de cemento y ladrillo, con barrios en los que los niños no conocen una flor, ni la naturaleza, deben ser protegidos. Responsabilidad que compete no  solamente a la administración local, sino que con civismo y organización debe ser asumida  por la comunidad. En otras ciudades del mundo y de Hispanoamérica, los habitantes defienden su espacio vital y medio ambiente; cuando se va a construir un puente de concreto se consulta a los citadinos, quienes pueden exigir se haga la vía bajo tierra, para no causar daño irreparable al paisaje urbano, ni separar un barrio artificialmente. Aquí son pocos los vecinos que defienden sus zonas verdes, en parte por cuanto viven aterrados por la inseguridad y temen hasta salir a caminar por el vecindario.

La consigna es la de defender el medio ambiente en las grandes urbes, en los campos, en las sierras, en las grandes sabanas, en las montañas, en las zonas mineras, en los ríos, en los mares como un  propósito nacional. Y entender que se pueden sembrar y talar árboles, que por siglos no hemos sabido explotar las zonas de la periferia. Varias veces hemos mencionado como una propuesta realista, positiva, practicable y que dejaría jugosas ganancias sociales y económicas, sembrar 8 millones de hectáreas por la zona del Orinoco. Y no se trata de concentrar la propiedad en uno solo, ni en unas pocas empresas, el sistema de asociación existe en el planeta desde los días primigenios. La comunidad internacional ayudaría en un proyecto de esa naturaleza, serviría para transformar el medio, para generar riqueza y empleo.  Fomentar centros culturales, sistemas de educación presencial y a distancia, industrias limpias. En esas zonas podrían ubicarse los desmovilizados de los distintos grupos armados, los sin tierra, los desplazados, gentes buenas de toda condición, para ganarse la vida a satisfacción; podríamos superar en efectividad lo que significó Brasilia para el vecino país y el desarrollo de su Amazonia. Allí se daría lo que se denomina desarrollo sostenible.

Los colombianos debemos defender lo nuestro, por la sencilla razón de que  somos colombianos. Como lo sostiene el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Juan Gabriel Uribe, nos corresponde  defender el Archipiélago de San Andrés en su conjunto, en cuanto el injusto fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, desconoció y fragmentó su composición “ecológica, en su unidad de biodiversidad y en ese sentido desmembrarlo como lo están haciendo, con sus aguas subterráneas y sus aguas superficiales de un lado y de su entorno territorial, es completamente absurdo”. El “raponazo”  que sufrió Colombia en el Archipiélago de San Andrés es un tema absolutamente sustancial con la reserva de la biosfera. La concesión a Nicaragua de dos tercios del mar en los cayos de Roncador y Quitasueño, atenta contra el Archipiélago “que es un conjunto en  materia ecológica, en su unidad de biodiversidad y en ese sentido desmembrarlo como lo están haciendo, con sus aguas subterráneas y sus aguas superficiales de un lado y de su entorno territorial, es completamente absurdo, no solo desde el punto de vista medioambiental, sino también de la riqueza coralina y la pesca». Sobre el exótico fallo de La Haya el ministro JGU, comentó: “Nos invitaron a un partido de fútbol con unas reglas de juego, unos árbitros claros y terminamos en una piñata”.

El Nuevo Siglo/Editorial