Los vecinos del Volcán
La torre de la iglesia de Murillo se levanta imponente a dos mil 950 metros sobre el nivel del mar. Su gran campanario junto al parque, cubierto de una grama fina y húmeda, compone las fotografías que los turistas y visitantes hacen del volcán nevado del Ruiz.
Ya hace tiempo que el volcán perdió su apelativo de ‘León Dormido’. Para los murillenses, sobre todo para los que viven en las faldas de la montaña, es considerado un vecino más, que a veces juega a esconderse detrás de la pesada niebla y que siempre permanece bien despierto.
La montaña tiene vida
Apretujados entre la camioneta de don Amadeo iban conversando. Poco después de salir del Líbano, cuando la carretera comienza a serpentear sobre los bordes de la montaña, un hombre y un niño se colgaron de la parte trasera del vehículo.
Los que íbamos sentados empezamos a escuchar una conversación sobre los inconvenientes y lo costoso que resulta sembrar tomate de manera orgánica, sin tener el dinero suficiente para hacerlo.
Luego, una mujer joven que viajaba sentada con una niña en las piernas, comenzó a comentar lo que había visto y escuchado por la televisión y la radio, sobre una posible erupción del volcán nevado del Ruiz.
“Eso está bien, que el volcán esté echando humo, que respire”, dijo la mujer con seguridad. Su opinión fue bien valorada por los otros viajeros, quienes también comenzaron a comentar y coincidieron en decir que “desde que el volcán bote todos esos humos, no hay peligro”.
La principal conclusión que quedó de la conversación fue la identidad que los habitantes del volcán han conferido al mismo. Para ellos, la montaña tiene vida y, como una persona, aprendieron que la fumarola que en los últimos días ha flotado entre las nubes es un buen síntoma.
Poco después, cuando el frío se hizo casi insoportable y |las laderas con los cultivos de papa se cubrieron de niebla, los viajeros comenzaron a recordar varias anécdotas sobre el volcán.
La mujer joven, quien llevaba la niña dormida sobre las piernas, recordó que había estudiado en la misma escuela con el hombre que iba colgado atrás del vehículo.
Ambos recordaron la tarde en que el parque y la cúpula de la iglesia se cubrieron de un polvo gris. Y luego se oyó la fuerte explosión desde la montaña, tarde en la noche, que puso en alerta a todos los murillenses.
“Yo tenía como 10 años y lo que recuerdo bien es que mi abuela me llevó a mí y a mis hermanos a toda carrera hasta la iglesia. Allá se formó una fila de gente. Todos esperaban entrar para comenzar a rezar mientras todo sucedía”, contó el hombre con un tono de voz medio burlón.
Antes del 13 de noviembre de 1985, los murillenses no sabían ni entendían el peligro que representaba un volcán agazapado como el Ruiz. Tal vez el blanco impecable de sus nieves glaciares disimulaba un poco la realidad que había borrado del mapa a tres poblaciones ubicadas en el mismo lugar, una tras otra, en menos de 400 años: Tasajeras, San Lorenzo y Armero.
Sin embargo, cualquiera podría pensar que tras lo sucedido en el ‘plan’ del Tolima, como llaman los habitantes de la montaña al llano, los murillenses temerían tanto a la montaña, hasta el punto de abandonar el caserío, que 22 días después de la erupción de 1985 fue declarado cabecera municipal.
Una nube distinta
Recién llegados a Murillo, en la noche, nos encontramos con Laureano Sierra, quien a sus 62 años es uno de los pobladores que más interés ha mostrado en el incremento de la actividad del volcán nevado del Ruiz.
En las últimas semanas, ha visitado la montaña casi a diario, revisando el nivel de las aguas de los ríos Lagunilla, Recio, Azufrado y Gualí, por donde se han desplazado inmensas avalanchas de lodo y piedra en el pasado.
En medio del sonido del choque de las bolas de billar en el Café Manizales, ubicado en inmediaciones a la inspección de Policía, Laureano cuenta que los pobladores de la parte alta de la montaña están tranquilos “porque no ha pasado nada”.
Dice, además, que lo informado por muchos medios de comunicación en el país ha “sido exagerado. Todos los días reviso las riveras de los ríos, siguen igual, el volcán ha echado fumarolas de tres colores: blanca, gris y negra, algo completamente normal”, agrega.
Luego de acabado el brandi con leche, salimos y nos ubicamos con Laureano sobre un andén a divisar la montaña a lo lejos. Sobre la cima cubierta de una nieve plateada apareció, en cuestión de segundos, una nube blanca que salió por detrás del volcán y comenzó a moverse en dirección al sur.
“Esa es la fumarola”, comenta Laureano Sierra, mientras señala el volcán con la mano. “Eso es bueno, porque así la energía no se encierra dentro de la montaña, que es lo que produce la explosión”.
Indicios
Cerca de las 4:00 de la mañana, con un frío inclemente que bordea los 13 grados centígrados, nos dirigimos hacia el volcán nevado del Ruiz. Comenzamos el recorrido en un jeep, por la carretera que comunica a Murillo con Manizales.
A esa hora caía una especie de rocío con niebla y la cima del volcán alcanzaba a verse esquiva entre un cañón de laderas verdes, divididas por sembrados de papa y zanahoria.
La carretera tiene una extensión de 34 kilómetros desde Murillo hasta el sector de El Sifón, que es una de las zonas más importantes de la montaña, porque es allá donde se perciben las huellas de la última gran erupción, como recordatorio del poder destructivo del volcán.
Diez minutos después de salir del casco urbano de Murillo, la carretera se hace casi intransitable, está pavimentada por un lodo duro y seco y, de vez en cuando, se encuentran charcos de agua escarchada a causa de las bajas temperaturas.
A esa altura, tres mil 200 metros sobre el nivel del mar aproximadamente, en los sectores de Casas viejas, las veredas de Sabana Larga y Santa Barbara, el aire helado trae a cuestas un fuerte olor, asfixiante, similar al de una alcantarilla.
Laureano dice que es el azufre que baja revuelto con las aguas del río Lagunilla. El olor es un indicio de que nos encontramos en los pies de la montaña, un aroma que acompaña ese lugar desde hace dos millones de años.
Sin embargo, el olor esporádico de azufre revuelto con el de diésel, empieza a quedar en segundo plano, al mismo tiempo que aparecen en el horizonte uno que otro rancho, con paredes de colores vivos, difuminados entre los pastizales donde se alimentan las ovejas y las vacas.
La vereda La Cabaña es uno de los lugares más cercanos desde donde puede apreciarse el nacimiento del río Lagunilla, que recorre cerca de 45 kilómetros antes de descansar sobre el valle del Tolima.
El Lagunilla es un río de aguas amargas, que puede cambiar de color en el transcurso del día. “Puede amanecer teñido de naranja, o puede, por el contrario, amanecer con las aguas más cristalinas del mundo. Eso lo decide el volcán”, cuenta Orlando Murcia, quien vive frente al río.
Sin embargo, el color naranja del agua y de las rocas del río con matices bíblicos, apocalípticos, no es lo más sorprendente, sino la hendidura gigantesca en forma de U que tiene el volcán en la cima.
El Lagunilla nace desde allá con un cauce de menos de dos metros de ancho, y avanza en medio de una explanada que tiene la longitud de un campo de fútbol, producto de la avalancha de 1985.
En las manos de Dios
Murcia, un campesino que transita a diario con su mula por los límites que separan a Villahermosa y Murillo, dice que “el nevado aquí no ha estado molestando; lo que la gente ha dicho ya es mucha alarma”.
Sin embargo, acepta que la cantidad de humo de la fumarola ha aumentado, así como el color del mismo, que, según él, cada vez es más oscuro.
Cualquiera pudiera pensar que personas como Orlando no aprendieron la lección que dejó el volcán en 1985, debido a que sostienen que la montaña está normal, a pesar de los cambios registrados.
Sin embargo, vivir a dos cuadras del lugar donde nace el Lagunilla desde hace casi 30 años, le ha servido a él y a muchas familias vecinas del volcán para conocerlo bien y saber que un nivel Naranja no basta para paralizar la vida en la cordillera.
“Cuando comience a temblar o a ‘bujar’ como la vez pasada, porque en ese tiempo no creíamos y no sabíamos que estaba pasando; uno ya está prevenido, pero ahorita, por el momento, el nevado está quieto”, expresa Orlando, con toda tranquilidad.
En caso de una posible evacuación, deja claro que ningún organismo les ha informado cómo actuar ante una posible emergencia y que él se iría hasta Murillo, si llegase a registrarse una erupción.
El campesino, arreglando las correas de la mula, añade que a pesar de los aparatos y la tecnología nadie puede saber cuándo hará erupción el volcán, y que por eso “hay que dejar todo en manos de Dios”.
Embotellados
Varios campesinos y labriegos reunidos en la tienda El Sifón, a cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar, informan que el turismo de la zona se ha visto afectado a causa del incremento de la actividad del Ruiz.
Se refieren a la decisión de las autoridades de cerrar la vía Murillo – Manizales, que comunica a estas dos poblaciones y que afecta, por ejemplo, a la vereda Aguas Calientes, que tiene unas termales a 1.2 kilómetros de El Sifón.
“No veo que haya necesidad de cerrar la vía, porque el nevado no está molestando, entonces es una carretera que deben dejarla trabajar, porque perjudica a las veredas Ventanas, Aguas Calientes y La Cabaña”, dice un arriero, señalando un filo de la montaña.
A pesar del nivel Naranja, los habitantes de las veredas ubicadas en cercanías al Ruiz continúan sus vidas con normalidad.