Nostalgia faldera
De pronto, la nostalgia anunciada puede referirse a la colección de recuerdos de cualquier montañero sentimental, como uno, que añora la naturaleza insólita de las pendientes calles de la tierra natal, las faldas vertiginosas, cuando compara sus sorpresas topográficas con la monotonía de las urbes planas, trazadas sin imaginación y con rendida sumisión a la intrascendente línea recta; por eso, carecen de los sobresaltos mágicos que hacen sui géneris la ciudad del alma.
Pero el asunto no es ninguno de los anteriores.
El lector desprevenido debe saber que cada quien puede hacer de su capa un sayo, de la misma manera que cada uno puede perder el tiempo como mejor le parezca. Yo voy a hacerlo a través de la evocación de uno de los símbolos más representativos de la feminidad: la falda. Resulta que ahora esta es una prenda exótica que ha sido desplazada dramáticamente por el desgreño de los tiempos modernos y por la terrible uniformidad que impone la deshumanizada dictadura de la moda.
Hace un buen número de años nuestras damas deslumbraban por sus finos atuendos en el trabajo, las calles y su vida social. Lucían como ‘confites’ -según sus propias palabras de entonces-: vestidos sastre o falda chanel, medias veladas que incluían el estremecedor liguero, blusas de seda o acariciadoras batas que refinaban el encanto de la silueta y multiplicaban el suspenso erótico del descubrimiento. Incluso, las inquietantes minifaldas alargaban a flor de piel la fantasía con infinitas insinuaciones. Era el lenguaje de la compostura, de la delicadeza, mejor dicho, de la auténtica feminidad llena de gracia. Por su lado, la contraparte masculina llevaba ternos de paño -saco, chaleco y pantalón-, obviamente, corbata y ocasionalmente abrigo o gabardina.
Un amigo mío dice, con una frustración similar a la mía, que frente a la facilidad con que ahora se empelotan las muchachas, es preferible verlas, aunque sea, empaquetadas en una precaria blusita ombliguera y embutidas dentro de un jean, tan deshilachado como grotescamente descaderado. Bueno, algo es algo.
Definitivamente, en esta materia tan sensible para la civilización, la cultura, la tradición y la dignidad de la convivencia, el hábito sí hace al monje. El deterioro de las costumbres sociales viene de la mano del descuido personal junto con el desenfreno del mal gusto y la desaparición significativa tanto del recato como de la privacidad.
Puede que por estas líneas desfile un anacronismo derrotado simultáneamente con la idealización del eterno femenino. La igualdad de derechos y oportunidades parece haberle entregado a nuestras dulces e invencibles contradictoras, una patente de dureza que se refleja no solo en su indumentaria, sino en las maneras poco glamurosas para hablar, actuar y competir en el plano del desafuero sexual.
Entonces, qué lejos quedó el olor a domingo que impregnaban los vuelos fascinantes de las faldas vaporosas, el hechizo de las blusas de azúcar entretejidas con confidencias perfumadas, los códigos secretos de los encajes de las prendas que conducían a la conquista de una geografía sensual e inédita, la intimidad protegida por suaves y deliciosas transparencias, en fin, las piernas desnudas y libres con iridiscencias fantásticas e inalcanzables.
En resumen, y en palabras simples, cómo se ven de bellas las mujeres vestidas de mujer.