29 de abril de 2025

La muerte de la fiesta brava y el coso de «El Bosque» en Armenia

11 de enero de 2012
Su lenguaje fuera de toda perfidia es meloso y cantarín.

Los términos son tan finos que aunque no se sepa su significado los pronuncian con un deje natural, natural de Sevilla la vieja.

Se rinden ante un cuadro alegórico de Goya y no se cambian por nadie cuando Fernando Botero recicla su atención por este arte  en sus monumentales toros de mil kilos.

Son devotos de la virgen de la Macarena y guardan con celo una fotografía de Manolete tomada por Manuel H. en la primera década de los cincuentas en la mortecina Bogotá chapineruna.

Creen alalimón que Antoñete, recientemente muerto, es un dios tronante.

Cuando llegan a los templos sagrados del toreo inclinan su cerviz ante el paso de la manola y no sueltan de su entresijo una bota tres zetas traída de Pamplona y de la que aseguran tiene la mejor manzanilla del mundo.

El Yiyo o Paquirri hacen parte de su familia y tienen en el estudio grabaciones de Hernando Espinosa y Bárcenas, del insobornable Ramón Ospina Marulanda y recuerdan cuando Acerín de la mano del Curro Fuentes, boina en cabeza ardía tensionado por los rehiletes de Fernando Cepeda.

Aunque son una especie en extinción, al igual que su pasión, esperaban devotos cada año para apurarse a buscar los boletos o a la expectativa de que José Porras desde su trono del hotel Café Real viniera a echar sus cuentos.

Son súbditos insospechados de una religión.  

Ernesto Acero Martínez, heredero de la tradición nunca ha usado indumentaria de taurino pero siempre está ahí en el callejón mirando de reojo y tomando fotografías  mientras el disciplinado Gentil Salcedo narra travesuras o desencantos y Alberto Acevedo se hincha de pasión con un micrófono prestado.

Son los tres últimos mosqueteros de la información taurina que pisaron el albero de El Bosque en Armenia, Quindío, Colombia.

A Gustavo Moreno le echaban culpas ajenas de la mansedumbre del encierro, sin tener velas en el entierro y a Gabriel Díaz le entregaban una puntilla para que su prohijado  evitara que se le fuera vivo al corral el simiente.

La fiesta brava, como le llaman pomposamente, ha llegado a su fin en la ciudad Milagro de Colombia. Nada qué hacer para reeditar las épocas de Camará y Moreno Jaramillo. Cuando en las principales ciudades del mundo, incluidas las mayores de España, languidece la fiesta de los toros, en Armenia es cuento del ayer y ha pasado a mejor vida sin necesidad de que le impusieran los santos óleos.

Doña Luz Piedad, la alcaldesa, quien por arte de la política se acomodaba tranquila en los tendidos de El Bosque, sin ser aficionada, deberá darle un uso adecuado al coso de Armenia.

Es el momento de hacer un llamado a los grandes de la arquitectura donde podrían estar los muchachos que diseñaron La Calle Real, que tantos reconocimientos han recibido, para que le den un destino acorde a lo que fuera en otros tiempos el templo de los toros bravos.

A falta en Armenia  de escenarios para presentaciones artísticas y campos múltiples deportivos ahí tiene la administración municipal una buena oportunidad para reacondicionar este escenario y de paso desarrollar este central e importante sector de nuestra ciudad.

Terminaría la faena doña Luz Piedad con la suerte suprema y sin pinchar y usía sería  reconocida, qué duda cabe, si le pone atención a esta modesta disquisición que le podría hacer acreedora a dos orejas, rabo, vuelta al ruedo y salida por la puerta grande, amén de un estruendoso Olé.

Si Jorge Iván Salazar Palacio, el taurinísimo curador, expresidente de corrida y ahora tierno enamorado en recientes nupcias, lee esta deshilvanada nota, ojalá se recupere del preinfarto.