¡Aquí no ha pasado nada!
¿No habrá llegado el momento de corregir errores, erradicar la corrupción y la torpeza que contaminan el fútbol colombiano y comenzar a construir un futuro decoroso? Veamos.
No hay que echarles la culpa a los jugadores que, en últimas, son las víctimas de los errores ajenos. Hay que empezar el análisis por los directivos de la Federación.
Ya no estamos, por desgracia, en los tiempos en que personajes como Alfonso Senior, León Londoño y Jaime Castro dirigían las entidades que manejan este deporte. Tampoco en los de Óscar Astudillo, honrado y eficaz. Todo ha cambiado, se ha degradado hasta volverse pésimo.
En tiempos normales, apenas sería un mandadero. Habría que vigilarle para que no incurriera en la sisa, falta tan frecuente entre los de ese oficio. Pero hecha esta salvedad, hay que decir que podría ser aceptable en esos modestos menesteres. Hoy, cuando el mundo está al revés, está en la cima de la Federación. ¿Qué decir de su gestión?
Comenzó con la celebración de una transacción dolosa, que le costó a la Federación más de tres mil millones de pesos de injusta pérdida. ¿Quiénes ganaron en ese negocio sucio, además del juez? Nadie lo sabe sino ellos.
Después desistió del proyecto de construir la sede de las selecciones en lote cercano al Club Campestre de Armenia, que Bavaria había entregado por un precio ínfimo, prácticamente regalado. Ya la Fifa había firmado el contrato con un arquitecto de esa ciudad y estaba garantizada la financiación completa de la obra. La única explicación de semejante absurdo fue la necesidad de complacer a Francisco Santos, quien pensaba que todo debía concentrarse en Bogotá, como si no fuera el centralismo uno de los motivos del atraso de la nación.
Despidió a Rueda, quien se fue a Honduras y consiguió que su selección participara por primera vez en un campeonato mundial. En su lugar, contrató a Pinto, quien llegó con el cuento de las cámaras hipóxicas, que convertirían a los jugadores en superhombres. Para nada sirvieron. Quedó el interrogante de quienes ganaron en este negocio, y cuánto. Pero sí se supo quién perdió: la Federación.
Anunció que renunciaría si Colombia no clasificaba para el mundial de Alemania. Más tarde aceptó seguirse sacrificando en su puesto, porque “la gente del fútbol” se lo exigía.
No le importó que Colombia fuera rápidamente eliminada en el Suramericano de la Argentina. Según él, ya el fracaso es parte de nuestra normalidad.
Y lo último, que infortunadamente no será los más malo de su gestión, fue apresurarse a ratificar en su cargo a Hernán Darío Gómez, porque los golpes que le diera a una mujer eran un episodio de su “vida privada.” ¿Desde cuándo la vida privada se vive en las vías públicas? ¿Es ese el ejemplo que nuestros niños deben recibir? ¿Puede Bavaria, que gasta miles de millones en la Selección, promover el consumo irresponsable del alcohol? Sería una afrenta contra las mujeres y contra todo el país, que estos señores dejaran a Gómez en su puesto.
Hay que decirlo con franqueza: por este camino, Colombia jamás volverá a un mundial de fútbol. Claro que sí estará representada en esos certámenes, pero no por jugadores sino por directivos ineptos que disfrutarán de viajes de placer, sin que les importe un comino la suerte del deporte que en mala hora cayera en sus garras.
No puede continuar Colombia como el hazmerreir de América. Si tuvieran decencia y respeto por los demás, renunciarían. Pero no, ahora dirán que no ha pasado nada y que “la gente del fútbol” los obliga a seguir cumpliendo sus deberes, en medio de los padecimientos que les imponen las bajas remuneraciones. ¡Todo sea por el fútbol!