8 de febrero de 2025

‘La Cátedra’ del cura Burgos

30 de julio de 2011
30 de julio de 2011

CONTRAPLANO

orlando cadavid

Orlando Cadavid Correa

“El Cura” era Jesús María Burgos, el calumniador contumaz que jamás afrontó un solo lío judicial por sus agravios, desplantes y extravagancias. Él se parecía a La Cátedra -la revista fundada en julio de 1944- que hizo época, con todos sus defectos y sus disparatadas ocurrencias, en la Medellín antañona. Era el fiel retrato de su locuacidad.

La revista se hacía artesanalmente en la imprenta casera de la familia del lenguaraz Burgos, en el barrio Belén-Fátima. Él decía con mucha guasa que «la revista no se hacía como mandan los cánones, porque en esta revista no mandaban los Cano, los de El Espectador, sino los Burgos». También salía, así, al paso de quienes lo encontraban grosero y vulgar: «Yo digo las cosas con las mismas palabras que emplea la gente de la calle». Y hacía chascarrillos como este, a propósito de su apodo: «No fui un Cura ordenado sino un cura desordenado”.

La publicación era un divertido amasijo de humor, chismes, fútbol, calumnias, toros, ciclismo, civismo, falsos testimonios, política parroquial y de la otra. La gente la devoraba con glotonería.

Algunos paisas conservan la colección completa, precaución que no tuvieron los hijos mayores de Burgos, Fernando y Álvaro. Muchos hipócritas decían que era un pasquín despreciable, pero lo disfrutaban a solas; no se lo perdían. Toreros españoles como Paco Camino y Palomo Linares telefoneaban a sus amigos, en Medellín, para que les enviaran, sin falta, al otro lado del charco, la revista del “Cura”.

En sus páginas, el director de La Cátedra no le negaba un madrazo, ni un apodo a nadie. Para merecer el insulto del boquipulido personaje había que llenar tres requisitos: 1) Una foto tamaño cédula. 2) Ser argentino de nacimiento y 3) Figurar en la cartera morosa, de difícil recaudo, de los anunciadores (forzosos o forzados) de la revista que les faltaba al respeto por parejo a los de arriba y a los de abajo.

Abogado que no pagaba su aviso, pasaba a ser tinterillo, rábula o cagatintas. Médico que se hacía el loco y no desembolsaba el valor de la publicidad, era llamado tegua, matasanos, veterinario, enfermero, camillero o yerbatero inútil. Si el deudor del aviso era un ingeniero civil, entraba a figurar como albañil mediocre, resanador de paredes, cogedor de goteras, carpintero barato o pintor de brocha gorda.

Como fundador del Independiente Medellín, Burgos era defensor del criollismo en la composición de los equipos de la Bella Villa, y combatía ferozmente la presencia de extranjeros en el DIM y en el Nacional. Al registrar en su revista la llegada de refuerzos gauchos para los clubes paisas, escribía: «Llegaron más troncos del sur del continente. Argentinos que huelen a cagajón». Los importados del Río de La Plata no se molestaban con los insultos del típico Jesús María, porque desde Buenos Aires venían advertidos del soez “recibimiento” del que serían objeto. Los prevenían antes de su viaje, en la capital federal, compatriotas colegas de oficio que ya habían pasado por los clubes antioqueños y por las xenofóbicas páginas de «Su reverencia», como lo llamaba, sarcásticamente, José Manuel Moreno, “El Charro”, a quien el irreverente “catedrático” apodaba “La Madremonte”.

En la publicación aparecía un «Cementerio Laico Moroso», encabezado por Jesús Crucificado, que traía una relación de los presuntos deudores morosos, bien por concepto de avisos publicados en la revista o por consumo de aguardiente y fríjoles con garra, en su “Corredor polaco”, de Belén, o `La Cátedra´, de La América. Las heladerías no prosperaban porque el Cura y sus hijos.(“Las chuchas”), se bebían el surtido.

El malogrado Pepe Cáceres solía jugarle bromas a Burgos. Una tarde, antes de corrida, en Manizales, le hizo llegar el tradicional “sobre” con boleta y dinero. Jesús María le soltó cien madrazos al torero tolimense porque le envió un pase de atención para balcón de sombra y un billete de cinco devaluados pesos.

La apostilla:
‘El Cura’ Burgos murió como vivió siempre: pobre de solemnidad, sin un peso en el bolsillo, ni para su propio entierro. Tan inope estaba, en el momento de su óbito, que no tenía ni años, porque todos se los había gastado… todos se los había bebido y gozado a su manera en el fútbol y en los toros.