La botada de Matamoros
Las Fuerzas Militares son un emblema del orden y la seguridad, y su responsabilidad más notable y honrosa es garantizarlos dentro de la Constitución, la ley y la disciplina inherente a su organización y jerarquías.
En los dos últimos años un par de sucesos infortunados de la cúpula militar han dejado un sabor amargo en la opinión nacional: la conjura contra el Almirante Gabriel Arango, finalmente absuelto de los cargos que se le imputaron, y la botada del general Gustavo Matamoros Camacho, luego de que el Ministro y el Almirante Cely desmintieran, en voz alta y en público, algunas discrepancias entre ellos y el decapitado Jefe del Estado Mayor Conjunto, quien se atrevió a soltar verdades que lo enaltecieron a él y dejaron mal a sus ex jefes.
Ni el Ministro Rivera ni Cely negaron que la crisis obedeció a un punto de vista de Matamoros sobre la estrategia de guerra contra la subversión, es decir, sobre la conveniencia de que no se abandonaran los operativos conjuntos que sonados avances produjeron en desarrollo de la política de seguridad democrática. Vistas las cosas así, no hay duda de que Matamoros tenía la razón, pues sería necio negar que la guerrilla ha recuperado buena parte del margen de acción que había perdido por obra de los ataques y contraataques combinados en tierra, mar y aire.
Que se opine y se formulen planteamientos estratégicos en las reuniones del alto mando con convicción y argumentos, serenidad y experiencia en el manejo de tropas, en nada altera el rigor de la disciplina ni vulnera el nivel de los rangos. La deliberación y los diálogos, en cualesquiera de las instancias castrenses, afinan los presupuestos de batalla, y no son el orgullo del más antiguo o el engreimiento del portador del mayor número de estrellas los que consolidan la unidad de mando y las solidaridades que acrecen la moral de los subordinados. Al contrario, rompen la primera y desinflan las segundas.
Por el solo hecho de haberse atrevido a dar su versión, Matamoros dictó una lección de dignidad y coraje. Ya no tenía uniforme ni charreteras, pero le corrían por la sangre el decoro del soldado y los blasones de dos estirpes de generales, honradas ambas con la coronación de unos ascensos refrendados por los méritos propios y la probidad de una conducta recta. El gesto del botado puso en evidencia la precariedad de los motivos que se valoraron de tan mal modo al momento de llamarlo a calificar servicios.
“O Matamoros o yo”, fue la disyuntiva –que trascendió– facturada por el Almirante Cely al Presidente y al Ministro. La vieja y equivocada costumbre de poner al jefe máximo a escoger entre el de arriba y el de abajo cuando éste piensa y cree en la bondad de su pensamiento. Al Comandante le alzaron la mano y el general insumiso cayó en la lona, pero resultó desconcertante que la tesis del caído, la que ocasionó su KO, fuera la misma, sin una coma más ni otra menos, que puso en práctica el jefe del Estado cuando tuvo a su cargo, con tantos trofeos, el Despacho de Defensa.El Universal, Cartagena.
*Columnista