Por Joachim Hahn
Esta omisión fue el hecho más significativo de la gira. Y es porque, durante años, Colombia había sido el incondicional de Estados Unidos en América Latina. Como vocero del eje Bogotá-Lima-México, el presidente Uribe sirvió de freno a los gobiernos de izquierda que para entonces venían en ascenso. Y en el plano global, baste recodar que mientras México y Chile votaron contra la invasión de Irak, Colombia sirvió como el peón de brega en la famosa sesión del Consejo de Seguridad.
Esa actitud servil no era gratuita. La diplomacia colombiana había logrado que Estados Unidos extendiera o incluso convirtiera la guerra contra la droga en una guerra contra las guerrillas. El apoyo de aviones, radares e instructores norteamericanos rompió el empate militar que llevaba ya casi cuarenta años y propinó los golpes decisivos a las Farc. Y aunque esta guerra todavía no concluye, Santos y Obama entraron al gobierno cuando ya la tarea ‘estaba hecha’.
Uribe, por su parte, endureció los programas de erradicación e hizo más uso de las extradiciones, al mismo tiempo que Bolivia, México, Guatemala y los países del Caribe, por sus propias razones cada uno, se hacían más receptivos o más vulnerables a la siembra y al tráfico de drogas. Y Colombia, aunque sigue pesando, dejó de ser el epicentro de esta guerra.
El hecho de que Obama no viniera a Colombia fue por tanto bastante positivo. Ni a Washington ni a Bogotá les interesa seguir haciendo alarde de una alianza pendenciera y enceguecida por dos obsesiones: la de Bush y la de Uribe. En vez de eso, la gira de Obama sirvió para mostrar que el continente ha cambiado y que ha cambiado la visión de Estados Unidos sobre sus vecinos.
Diría yo que el cambio básico consiste en que, a falta de una, para Estados Unidos ahora hay tres Américas Latinas: la de izquierda, con Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador; la dependiente, con México, Centroamérica y el Caribe, y la emergente, con Brasil, Chile y el Sur en general.
–En relación con los gobiernos de izquierda, Obama cambió el estilo Bush/Uribe de confrontación estéril, por una especie de indiferencia activa. Las tensiones, que por supuesto subsisten, se tratan caso por caso y con mucho menos ruido. Por eso en toda la gira no hubo alusiones a Cuba, Venezuela o sus aliados del Alba: las relaciones entre Estados Unidos y América Latina ya no se agotan entre el odio al imperialismo acá y el miedo a la revolución allá; llegó la hora de conversar como adultos.
–Y sin embargo, el ‘diálogo’ sigue siendo asimétrico, en relación sobre todo con México, Centroamérica y el Caribe. La economía de estos países depende casi exclusivamente de Estados Unidos, y en sus agendas tienen un gran peso las migraciones y el tráfico de drogas, los dos temas de América Latina que de veras les importan a los norteamericanos. Por eso la inclusión de El Salvador y el único anuncio de una ayuda asistencial: los 200 millones de dólares para el Plan Mérida o de lucha contra la droga en esta subregión.
–Por último, los países emergentes son Brasil, por su propia dinámica, y sus vecinos suramericanos por el efecto, sobre todo, de China. Esta es la gran novedad en nuestra relación con Estados Unidos: por primera vez una recesión mundial no deprime los precios de las materias primas sino que –gracias a China– los países mineros, petroleros y agrícolas del Sur se están fortaleciendo mientras que Europa, Japón y los propios Estados Unidos retroceden. Por eso las visitas a Brasil (el nuevo poder) y a Chile (el ejemplo de mostrar); por eso las agendas estrictamente comerciales, por eso el tono respetuoso del presidente Obama.
Y entretanto, Colombia está partida en dos mitades: la una, de migrantes y de droga, la otra, la minera y petrolera. La que pide donaciones de Estados Unidos y la que habla de proyectos millonarios con China. Esta distancia o este respiro de Washington puede tener costos –para muestra el TLC–, pero también nos da la oportunidad de escoger nuestro camino.
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