Todavía es tiempo
Hoy parecen cosa de risa los anuncios muy serios de los ingenieros sobre la regulación de las aguas del Sinú, que se lograría con la represa.
Cuando pasó lo que pasó y sigue pasando, la única respuesta inteligente es la revisión radical de las normas sobre impacto ambiental y su cumplimiento. Convertidas en requisito negociable, sujetas al humor de los funcionarios, esas normas llegaron a ser cómplices pasivos del desastre.
Mientras se removían la tierra, las piedras y el lodo que sepultaron al barrio humilde de Bello, era inevitable el recuerdo de otro derrumbe en la Media Luna, entre Medellín y Rionegro, en julio de 1954. El hecho fue cubierto por el reportero de El Espectador, Gabriel García Márquez, y puso en escandalosa evidencia lo mismo que destacan los deslizamientos de viviendas en Manizales y los que ha mostrado en vivo y en directo la televisión en las últimas semanas, y es que en todos estos desastres hay un elemento común: las víctimas son los más pobres.
Son tragedias que no deberían suceder si a los pobres no se les dejara como única opción para sus viviendas, el terreno inundable, o la ladera desbarrancable .
Estas tragedias de hoy enseñarán, si después de este invierno destructor, los gobiernos aprenden que debe existir una severa reglamentación urbana que impida las construcciones en esas zonas de riesgo, al mismo tiempo que prevén y disponen el uso de tierras seguras para las viviendas de los más pobres. Es seguro que los urbanizadores ganarán menos, pero la vida humana valdrá más.
Lo mismo que en el Canal del Dique, en las poblaciones vecinas a los grandes ríos se echó de menos en estos días el cuidado y mantenimiento de murallas y defensas que protegen contra las embestidas de las aguas en las crecientes. El boquete abierto en el Canal del Dique, o el asalto de las aguas a poblaciones enteras en el bajo Magdalena y en el bajo Cauca, en el Sinú o en el San Jorge, demostraron la necesidad de que esas viejas murallas ribereñas reciban mantenimiento permanente.
¿Es obligación del Alcalde? ¿De los gobernadores? ¿De alguna secretaría? Quien quiera que sea el responsable, deberá convertirse en una tarea de primer orden esas defensa de las poblaciones contra las embestidas de las aguas.
Pero, como nunca antes, las inundaciones han dejado en evidencia que la conciencia ambiental en Colombia ha tenido más de retórica y de ejercicio teórico, que de actitud concreta y de disposición para cambios reales en las costumbres.
Así como para extraer minerales, las compañías mineras no se dejan detener por consideraciones ambientales, para extraer maderas o para trazar vías no hay normas ambientales que les pongan freno a las retroexcavadores y a los buldóceres. Los altos costos que el país y los colombianos pagamos por estos días de inundaciones, exceden por mucho las ganancias que obtuvieron los empresarios depredadores con sus negocios.
Este es un hecho que, como los anteriores, muestra la urgente necesidad de incorporar en los pénsumes escolares y universitarios la formación de una conciencia ambiental y la adopción de leyes ambientales con dientes, e inmuno-resistentes a los múltiples virus de la corrupción.
Las tragedias traen consigo enseñanzas útiles para la sociedad. Ha ocurrido así en los terremotos, los desbordamientos de los ríos, los incendios y las avalanchas producidas por los volcanes. En cada caso se cometen errores que, reflexionados, son fecundos en enseñanzas. El inmenso drama de las inundaciones tiene que lograr el mismo efecto. Porque aún estamos a tiempo. El Heraldo