28 de abril de 2025

¡No vaya al estadio!

2 de diciembre de 2010
2 de diciembre de 2010

Algo muy distinto es entremezclarse en el Atanasio Girardot, para que a la salida –disfrazado de hincha- tire objetos, hiera gente, arremeta contra un vestuario, lesiones semovientes, dañe sillas, quiebre vidrios, haga cerrar negocios, genere pánico en los alrededores, provoque estampidas, entore a la fuerza pública, haga lanzar gases lacrimógenos y cause un estropicio de marca mayor.
Así no es la cosa. Si está “piedro” con el equipo, no les ingrese plata a las arcas del club. Hágalo con tranquilidad, que eso no duele. Pero respete a los que van, a las señoras, a los adultos, a los muchachos sanos, a los cronistas deportivos; a los vecinos, a los vendedores informales, a los moradores, a los transeúntes, a los que tienen negocios circundantes. Después de un partido de fútbol no se acaba el mundo ni es motivo de drama. Tampoco el resultado puede saber a tragedia o a cataclismo. Y una eliminación es una forma de castigar un mal desempeño. Pero una hecatombe real la viven quienes han padecido de cerca el dolor y la tragedia del invierno; los que han sentido el frío de la muerte de sus seres queridos; los que no tienen bocado de comida para llevar a su casa. ¡Esos sí conocen a qué sabe la desdicha! ¡Esos sí saben de la punzante desgracia!
¡Pero un partido de fútbol! Respetemos señores. Lo que viene padeciendo la ciudad, es infame. El alcalde Salazar acaba de tomar medidas que son auténticos paños de agua tibia. Prohibió ingresar menores de edad y eliminó los trapos y banderas. De igual manera, no dejará portar camisetas de los equipos. Pero olvidó que lo pernicioso está en el magín, en la cabeza y en el corazón. No hay que cerrar tampoco el escenario para los equipos, que tienen obligaciones económicas inaplazables. Un partido de fútbol no puede ser un problema de orden público. Un encuentro de balompié lo tienen que cubrir los periodistas deportivos, no los de la “crónica roja”. Cuando es imperativo enviar más de 2.500 hombres de la fuerza a pública a defender a los ciudadanos de bien y a proteger los bienes, estamos fregados con jota.

Hoy me llamó mi amigo Gustavo Arbeláez y me preguntó que si no había vuelto al estadio. Le dije: “Gustavo, efectivamente no voy hace varios meses. Es demasiado peligroso hacerlo. Fuera de eso, hay que salirse antes de que el árbitro pite y uno se pierde uno o dos goles. Así no paga ir”. Me llené de nostalgia al recordar cuando iba temprano a fútbol. Compraba la boleta desde el martes. Almorzaba en el estadio, ingresaba sobre las 12.30 m., vivía en la tribuna de sol la fiesta de los concursos de la 1 p.m. (Cano, Mike Fajardo y Rafa Reyes), me ganaba la tirada de sobrados de tamal, me reía con las silbatinas al árbitro, le hablaba al del lado, aplaudía a rabiar las “paredes”, los “taquitos”, los “túneles” y las “chilenas”, iba tranquilo de camiseta, me carcajeaba con las cáscaras que se lanzaban y escuchaba los insultos para los “troncos”. Luego, me quedaba con los amigos hasta bien entrada la noche; comía arepa y chuzo, y todo era tranquilidad y relax: ganando, perdiendo o empatando. ¡Qué tiempos aquellos!
Esto no se arregla sino: llenando el estadio de cámaras de dos gigapixeles de resolución (permiten ver y ampliar rostros de tribuna, con 159,4 grados de ancho por 39,2 de alto); empadronando los hinchas, exigiéndoles la cédula al ingreso (al estilo de La Alpujarra, que con digitar el número se va al registro histórico), adicionándole tecnología biométrica que permita reconocer huellas, encarcelando a los vándalos, castigando de por vida –no ingreso- a los que arrojan proyectiles (si hieren no matan) o penalizando por cinco años a los que sólo causen daños materiales, requisando y deteniendo a los que llevan camisas para el recambio o pasamontañas. En fin, hay que actuar. Y hay que reivindicar la fiesta del fútbol. Al menos sacarla del escenario bélico. ¿Podremos sentir que hay una luz de esperanza o estaremos hundidos en la desventura?