29 de marzo de 2024

Reinas

20 de noviembre de 2010

El reinado nacional de belleza entra en esa categoría, sobre todo durante este último certamen cuando, de manera simultánea, millares de familias soportaron –aún hoy lo hacen- los estragos de lluvias sin misericordia. La indignación se propagó rápidamente por las redes sociales, frente a una emergencia nacional de este calibre, porque las sumas de dinero cuantiosas que mueve el reinado se hayan canalizado en ese propósito.
Pero que la miseria humana se destiña bajo lentejuelas efímeras no es nada nuevo. Es típico, universal y ultra colombiano. Sin embargo, otros podrían argumentar que, en épocas duras, se vale el jolgorio para intentar animar el alma a través de algo alegre. Más allá del cinismo y la indiferencia, esto es cierto, la miseria y lo light conviven y convivirán siempre. Ahora, ¿por qué debe hacerse recurriendo al gusto más burdo y pobre?
Si se le otorga la dimensión de importancia que se le da al reinado de belleza, es porque –apelando a lo más positivo- se trata de una celebración de la mujer colombiana y es un artificio para aligerar las penas que, todo el año, año tras año, nos apresan. Supuestamente.
El reinado desvela varias verdades además de lanzarnos en la cara, como siempre, que no importa cuánta miseria nos rodee, siempre habrá dinero para el despropósito de la banalidad mientras millones de personas se desmoronan en al agua. Nos habla sobre el mal gusto de la moda colombiana; sobre la estética del narcotráfico que crece como enredaderas; y da cuenta de que las mujeres necesitan aprobaciones externas para sentirse bellas o deseables.
También habla sobre la inmovilidad en el diseño colombiano. Las grandes tendencias de la velada de coronación fueron las transparencias baratas, siluetas demodé, carentes de imaginación o refinamiento, brillos espeluznantes. El intento por “modernizar” el vestuario a través de vestidos ultra cortos, ultra ajustados y ultra transparentes, resultó un esfuerzo burdo, forzado.
Hubo dos joyas: el escabroso vestido rojo con detalles -de ¿fuego?- en el pecho, y uno acartonado, rosado, con aire a pastillaje de pudín de quinceañera sin gusto. Y es que ese dramatismo sobreactuado, demasiado brillante, incluso tiene visos del performance travesti: una exageración a toda marcha de la feminidad, condensada en un vestuario rimbombante. En su contexto, es magnífico, pero en un reinado de mujeres, es una superposición, una masculinización gay de la figura femenina.
Esto es común en nuestro país. La reverencia a diseñadores que se han convertido en una institución inamovible, que no evolucionan. Tal vez es que, en su debido momento –hace más de 20 años- causaron sensación, y aún hoy se sigue reverenciando su estética; una que muchas veces no sólo está estancada, fuera de tono con el contexto cultural y estético de nuestro mundo global, sino que es sencillamente fea y desbocadamente anacrónica.
Creo que en el fondo, los colombianos le tememos a la elegancia, estamos prestos a idolatrar lo que es -de sobra- periódico de ayer y hacemos del mal gusto una de las banderas de la estética. Porque la cereza en el pastel fueron, como siempre, las presentadoras de RCN. El Universal.

*Historiadora, periodista, escritora