3 de diciembre de 2024

El anodino despertar sexual de Harry Potter

22 de noviembre de 2010
22 de noviembre de 2010

Si algunos quisieron ver en El señor de los anillos una especie de alegoría sobre la Guerra Fría, Rowlling complica el subtexto de su obra con una reflexión sobre la facilidad con la que cualquier tipo de poder, aquí la magia, tiende a corromper. Si aceptamos que Tolkien utilizó el Anillo Único (“uno para gobernarlos a todos”) como metáfora del armamento nuclear, la autora británica adjudica esa misma función alegórica, en otra dimensión, a una especie de camafeo.

La historia, por tanto, sigue siendo la de siempre: la lucha entre el bien y el mal. Representado el primero por un grupo de chavales en efervescencia adolescente y el segundo por un monstruo que tiene el rostro de la muerte. Pero Harry Potter ha perdido, en este salto obligado a la madurez, parte de su magia. David Yates -director también de la quinta y la sexta entrega- no ha tenido la capacidad de alguno de sus predecesores (sobre todo Alfonso Cuarón, que rodó sin duda la mejor, El prisionero de Azcabán), para hacer sugerente el carísimo material que tenía entre manos.
 
Como mercenario del lujo cabe destacar la habilidad de este realizador para mantener intacto el indudable atractivo visual de toda la serie y convertir el producto final en un pasarratos de estimable factura. Hay belleza en la concepción formal de una obra que, por lo demás, resulta anodina. La explicación al intermitente naufragio narrativo de esta versión cinematográfica de las aventuras del mago la ofrece la propia cinta: la ambición también corrompe. La fábula de las reliquias de la muerte, que da nombre al film y que es presentada en el mismo como una pieza independiente de animación, tiene la clave del fracaso.
 
En su intento de extender en el tiempo los beneficios de una saga que está llenando las arcas de todos sus responsables, Warner ha decidido dividir el último libro de Rowlling en dos partes. Y esta intención de estirar el chicle hasta el infinito para recoger después los réditos en la taquilla es lo que desluce el clímax y lo que lleva a su director a enarbolar una fábula que nos inmiscuye en vericuetos triviales del relato de Rowlling que hubiera sido mejor obviar en la pantalla, porque invitan al sopor. Siquiera el encanto de sus intérpretes (que no talento) se ve capaz de salvar el film en estos momentos.
 
La autora ha dicho: “Esta es la película de la saga que más me ha gustado”. Lógico. Probablemente es la más fiel a su texto, porque abarca un número menor de páginas. Pero hay secuencias en esta película absolutamente prescindibles. Una amalgama de elipsis temporales y prolepsis oníricas que enturbian el relato. Y un intento fallido por inmiscuirnos en el drama adolescente de unos personajes que se enfrentan a su florecer sexual. Sólo cuando Yates abandona el diván y coge la varita del efectismo la película merece el éxito que indudablemente tiene asegurado.